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sábado, 28 de marzo de 2015

BIBLIOTECA AUPA VIRTUAL GRATUITA CHARLES DICKENS Y WILKIE COLLINS ELIZABETH GASKELL ADELAIDE ANNE PROCTER





         ÍNDICE


         NOTA AL TEXTO

         LA ACERA DE ENFRENTE,
         POR CHARLES DICKENS Y WILKIE COLLINS

         EL MATRIMONIO DE MANCHESTER,
         POR ELIZABETH GASKELL

         ENTRAR EN SOCIDAD,
         POR CHARLES DICKENS

         TRES NOCHES EN LA CASA,
         POR ADELAIDE ANNE PROCTER

         EL INFORME DE TROTTLE,
         POR WILKIE COLLINS

         ALQUILADA AL FIN,
         POR CHARLES DICKENS Y WILKIE COLLINS

          


      


         UNA casa en alquiler fue publicada por primera vez en el número especial de Navidad de 1858 de la revista Household Words, de la que Dickens era director. Como en otras ocasiones para esos números navideños, Dickens solicitó la colaboración de otros autores que escribían para la revista. Esta traducción se basa en el texto original.


         LA ACERA DE ENFRENTE


         CHARLES DICKENS Y WILKIE COLLINS


         HACÍA diez años que vivía en los Tunbridge Wells, sin moverme de allí, cuando, un buen día mi médico de cabecera —muy buen profesional y el mejor jugador que conozco para unas manos de long whist, que era un juego de cartas noble y principesco antes de que llegara el short—, 1 mientras me tomaba el pulso en el mismísimo sofá que estaba restaurando mi querida y pobre hermana Jane antes de que la columna vertebral la tumbase durante meses en una tabla —a ella, que era la mujer más derecha que ha existido jamás—, me dijo: —Lo que necesitamos, señora mía, es un revulsivo.
         —¡Por favor! ¡Por todos los cielos, doctor Towers! —dije, bastante asombrada por la contundencia del remedio—. Déjese de eufemismos y llame a las cosas por su nombre.
         —Lo que quiero decir, mi querida señora, es que necesitamos un pequeño cambio de aires y de panorama.
         —¡Bendito sea! —dije yo—. ¿Se referirá este buen hombre a los dos o sólo a mí?
         —Me refiero a usted, señora.
         —¡Dios se apiade de usted! —exclamé—. Doctor Towers, ¿por qué no se expresa llanamente, como buen súbdito de su graciosa majestad, nuestra reina Victoria y buen miembro de la Iglesia de Inglaterra?
         Towers rompió a reír, como siempre que, a fuerza de imprecisiones, consigue que me impaciente —“que me de la manía”, como digo yo—, y luego añadió: —¡Un tónico, señora, eso es lo único que necesita usted!
         Apeló a Trottle, quien entró en ese mismo momento con el brasero y que, con su bonito traje negro, parecía un hombre amable que bondadosamente se prestaba a echar carbón al fuego.
         Trottle (a quien siempre llamo mi mano derecha) lleva treinta y dos años a mi servicio. Lo contraté fuera de Inglaterra. Es el mejor de los seres y el más respetable de los hombres, pero muy obstinado.
         —Lo que usted necesita, señora —replicó Trottle al tiempo que encendía la chimenea con la discreción y la pericia que lo caracterizan—, es un tónico.
         —¡Dios se apiade de ambos! —dije, y me eché a reír—. Por lo visto se han aliado ustedes contra mí, con que me figuro que no pararán hasta que les haga caso y me vaya a Londres a cambiar de aires.
         Hacia unas semanas que Towers lo insinuaba, por lo que ya me lo esperaba, estaba preparada. Una vez llegados a ese punto, lo demás fue sobre ruedas y, a los dos días, Trottle se desplazó a la capital en busca de un buen lugar en el que descansar mi vieja e insidiosa cabeza.
         Al cabo de otro par de días regresó a los Wells con noticias de un sitio encantador que estaría disponible seis meses con toda seguridad, y con posibilidades de renovar el contrato en las mismas condiciones por seis más, y que sin duda contaba con todo lo necesario para satisfacer mis necesidades.
         —Entonces, ¿no ha encontrado ningún inconveniente al alojamiento, Trottle? —le pregunté.
         —Ni uno sólo, señora. Es idóneo para usted. Al interior no se le puede poner pega alguna, aunque al exterior sí, una.
         —¿Y en qué consiste?
         —Justo enfrente de las que serían sus habitaciones hay una casa en alquiler, pero no la alquila nadie.
         —¡Oh! —dije yo, sopesándolo—. Pero ¿tan importante le parece eso?
         —Considero un deber decírselo, señora. La vista no es agradable. Por lo demás, el alojamiento me pareció tan a la medida de sus necesidades que habría aceptado las condiciones del contrato inmediatamente, con la debida autorización que usted me ha dado.
         Ya que, pensando en mi interés, el alojamiento había merecido la rotunda aprobación de Trottle, no quise decepcionarlo y respondí: —Tal vez la alquilen pronto.
         —¡Ah, no cuente con ello, señora! —dijo Trottle sacudiendo la cabeza con vigor. No la alquilarán. Nunca la alquila nadie.
         —¡Hay que ver! ¿Y por qué motivo?
         —No se sabe, señora. Lo único que puedo decir es que ¡no se alquila!
         —¿Y desde cuándo, en nombre de la fortuna, no se alquila esa infortunada casa? —dije yo.
         —Desde hace muchísimo —dijo Trottle—. Años.
         —¿Está en ruinas?
         —No está en muy buenas condiciones señora, pero tampoco está en ruinas.
         Al día siguiente, todo acabó en una pareja de caballos de postas enganchados a mí coche; y es que nunca viajo en el ferrocarril, aunque no tengo nada en contra, salvo que, cuando llegó el tren, ya ero yo muy mayor para subirme y, además, me echó por tierra unos bonos que tenía en peajes. Monté y, con Trottle en el pescante, fui a ver tanto los interiores de mi alojamiento como la fachada de la casa de enfrente.
         Como digo, fui a ver el alojamiento con mis propios ojos. Las habitaciones eran perfectas. De eso estaba segura, porque Trottle es el mejor juez de la comodidad que conozco. La casa sin alquilar era un insulto para la vista. De eso también estaba segura y por la misma razón. Sin embargo, al comparar uno con lo otro, lo bueno con lo malo, el alojamiento no tardó en ganar la partida a la casa. Mi abogado, el señor Squares, de Crown Office Row (Temple), redactó un acuerdo que me leyó en voz alta su joven pasante, pero lo hizo farfullando de una manera tan horrible que no entendí una palabra, más que mi nombre y apellido, y a duras penas; lo firmé, la otra parte hizo lo propio y, al cabo de tres semanas, me trasladé a Londres con mis viejos huesos, mi bolso y mi equipaje.
         Dispuse que Trottle se quedase en los Wells aproximadamente un mes más. Tomé esa medida no sólo por la cantidad de cuentas pendientes que dejaba con mis pupilos y pensionistas, así como con el artefacto nuevo del recibidor para airear la casa en mi ausencia, que a mí me parecía predestinado a hincharse y reventar, sino también porque sospechaba que Trottle (a pesar de ser un hombre muy juicioso, viudo y de entre sesenta y setenta años) era lo que se dice un auténtico seductor. Porque, cuando viene a verme mi amiga y trae a su doncella, él siempre está más que dispuesto a enseñar los Wells a esta última al atardecer; y porque en el rellano de la puerta de la habitación que queda casi enfrente de mi butaca, he visto más de una vez la sombra d su brazo alrededor de la cintura de esa doncella, repasándola como el cepillo al mantel.
         Así pues, antes de que emprendiese en Londres cualquier actividad seductora de las suyas, me pareció oportuno disponer de un poco de tiempo a solas, para echar un vistazo a los alrededores y ver qué mujeres había por allí. Por lo tanto, al principio, una vez que Trottle me dejó instalada y a salvo en mi nuevo alojamiento, me quedé sola, con la única compañía de Peggy Flobbins, mi doncella; es una mujer sumamente afectuosa y entregada que nunca, desde que la conozco, ha sido objeto de seducción, ni creo que empiece a serlo ahora, con los veintinueve años que cumplirá el próximo mes de marzo.
         El 5 de noviembre desayuné por primera vez en mi nueva residencia. Entre la turbia niebla se veían pasar guys2 de un lado a otro, como monstruosos insectos ampliados en cerveza; habían dejado uno en los peldaños de la casa en alquiler. Me puse las gafas, tanto para ver la satisfacción de los niños con lo que les había mandado por medio de Peggy, como para comprobar si ésta se acercaba demasiado al ridículo fantoche, que, naturalmente estaba relleno de cohetes y podía empezar a soltar fogonazos en cualquier momento. Y así fue como, siendo ya vecina de la casa en alquiler, quiso la casualidad que tuviera las gafas puestas la primera vez que la miré, cosa que bien habría podido no suceder ni en cincuenta años, pues tengo una vista extraordinariamente buena para mi edad y procuro ponerme las antiparras lo menos posible, para no echármela a perder.
         Sabía de antemano que la casa tenía diez habitaciones y que estaba muy sucia y deteriorada, que las barandillas de la finca estaban oxidadas y desconchadas y que dos o tres de ellas necesitaban reparación, o casi; que algunos cristales de las ventanas estaban rotos y otros tenían pegotes de barro que tiraban los niños; que había muchas piedras en el recinto, arrojadas también por esos mismos pilluelos; que habían dibujado juegos con tiza en la acera, a la entrada y siluetas de fantasmas en la puerta de la calle; que todas las ventanas estaban cerradas con cuarterones o persianas viejas, medio podridas, que los carteles de “Se alquila” se habían enrollado hacia arriba como si el aire húmedo les diera calambres, o pendían del revés por las esquinas inferiores, como si hubiesen dejado de existir. Todo eso lo había visto en la primera visita y había advertido a Trottle que la parte inferior de la pizarra en la que se especificaban las condiciones del contrato estaba rajada, que lo demás resultaba ilegible y que incluso la piedra de los escalones estaba resquebrajada. Y sin embargo, esa mañana de Please to Remember the Fifth of November3, me senté a la mesa del desayuno y me puse a contemplar la casa con las gafas puestas como si la viera por primera vez.
         De súbito, me di cuenta de que lo que veía —en la ventana del primer piso a la derecha, en la esquina, en un agujero de una persiana a o postigo—¡era un ojo que espiaba! Tal vez le llegara el reflejo del fuego de mi chimenea y le hiciera brillar; pero el caso es que lo vi brillar y desaparecer.
         Puede que el ojo me viera o no, mientras yo estaba junto al resplandor del fuego —cada cual que opte por lo que prefiera, que no hay ofensa en ello—, pero el caso es que me estremecí de la cabeza a los pies, como si el destello de ese ojo fuera eléctrico y se dirigiera a mí. Tanto me afectó que no pude seguir sola en la sala y toque la campanilla para que acudiese Flobbins; le mandé hacer algunas cosillas que me inventé sobre la marcha, para evitar que volviera a salir. Cuando hubo retirado el servicio del desayuno, me senté en el mismo sitio con las gafas puestas y me puse a mover la cabeza de un lado a otro y de arriba a bajo, por sí, con el resplandor de la chimenea y los defectos del cristal de la ventana, lograba reproducir en la casa de enfrente un destello semejante, que pudiera confundirse con el brillo de un ojo, pero fue en vano; el fenómeno no se repitió. Conseguí ver ondas y líneas torcidas en la fachada e incluso deformar una ventana y superponerla a otra, pero ni ojos ni nada que se le pareciese. Y entonces me convencí de que en realidad había visto un ojo.
         Bien, lo cierto es que no pude librarme de la impresión y me invadió una desazón que era como una tortura. No creo que estuviese predispuesta a preocuparme mucho de la casa de enfrente, pero, después de aquello, no me la podía quitar de la cabeza y no pensaba en otra cosa; la observaba, hablaba de ella y soñaba con ella. Ahora creo firmemente que la mano de la Providencia tuvo algo que ver, pero júzguenlo ustedes por sí mismos a tenor de los hechos.
         El arrendatario de mi nuevo alojamiento era mayordomo, se había casado con una cocinera y habían abierto una pensión entre los dos. Hacía sólo un par de años que habían puesto en marcha el negocio y sabían tan poco como yo de la casa de enfrente. Ni entre los comerciantes ni por ningún otro conducto logré averiguar más de lo que me había contando Trottle desde el primer momento. Según unos, la casa llevaba seis años sin inquilinos; según otros, ocho años e incluso diez. En lo que coincidían todos era en que hacía mucho tiempo que no la alquilaban... ni la alquilarían.
         No tardé en convencerme de que me daría, por necesidad, la manía de la casa, y así fue. Me pasé un mes con una agitación que empeoraba a diario. Las prescripciones de Towers, que me había llevado a Londres, no me sirvieron de nada. Ni toda la fría luz del invierno, ni la espesa niebla, ni la negra lluvia, ni la blanca nieve pudieron quitármela de la cabeza. Como todo el mundo, he oído hablar de casas encantadas por espíritus, pero lo que sé por experiencia propia es que también una casa puede encantar a un espíritu, porque eso fue lo que me sucedió a mí.
         Nunca vi entrar ni salir a nadie por la puerta en todo un mes. Supongo que alguna vez entraría o saldría alguien en plena noche o al rayar el alba, pero yo no lo vi. Era inútil que corriesen las cortinas de mi habitación al caer la noche y me quitasen la casa de la vista, porque entonces veía el ojo refulgiendo en la chimenea.
         Soy una anciana soltera. Una solterona, puntualizo inmediatamente con la cabeza muy alta, aunque en realidad soy más vieja de lo que la expresión da a entender. Tuve una época de inquietudes amorosas, pero eso fue hace muchísimo tiempo. A mis veinticinco años murió él en el mar (¡que su bendita cabeza repose en el santo Cielo!). Toda mi vida desde que tengo memoria, he sentido un afecto profundo por los niños. Siempre ha sido tan grande mi cariño por ellos que he pasado tristes y pecaminosas etapas en las que me daba por pensar que algo se había torcido en mi vida —es decir, que se había malogrado algo que en principio debía haber sido—, porque, de lo contrario, hoy tendría el orgullo de ser la feliz madre de muchos hijos y la anciana abuela cariñosa. De todos modos, los abundantes motivos de alegría y satisfacción que Dios me ha bendecido me han hecho entenderlo mejor; pero aun así he tenido que secarme los ojos al recordar a mi querido, valiente y animoso Charley, el brillo de su mirada y la confianza que depositó en mí para infundirme ánimos. Charley era mi hermano menor y se fue a la India. Se casó allí y me mandó a su menuda y gentil esposa para que la cuidase; después ella volvería con él y dejaría al recién nacido bajo mi tutela, para que lo criase yo, pero el pequeño no llegó a ser de este mundo. Ocupó un lugar silencioso entre los demás incidentes de mi vida que podrían haber sido pero jamás fueron. Apenas tuve tiempo de murmurar a la madre: “¡Se nos ha muerto!” y ella de responder: “Ceniza a las cenizas, polvo al polvo" Déjalo sobre mi pecho y consuela a Charley!”, cuando ya se nos había ido la madre tras el pequeño, a buscarlo a los pies de Nuestro Salvador. Fue a ver a Charley y le dije que no quedaba nada, sino yo, pobre de mí, y allí vivimos muchos años. Tenía el cincuenta cuando se me durmió en los brazos. Le había cambiado tanto el rostro que casi parecía viejo y un poco severo, pero se le fue suavizando la expresión poco a poco cuando posé su cabeza en la almohada para poder llorar y rezar a su lado. Y, cuando lo miré por última vez, era el rostro de mi querido hermano Charley, el muchacho despreocupado y atractivo que había sido mucho antes.
         Iba a seguir contando que la soledad de la casa en alquiler me traía todos esos recuerdos y que una noche estaba yo muy afectada, cuando Flobbins abrió la puerta y, con cara de contenerse la risa dijo: —¡El señor Jabez Jarber, señora!
         A continuación entró él y, tan absurdamente como de costumbre, dijo: —¡Sophonisba!
         Porque confieso que así es como me llamo; era un nombre bonito e indicado, cuando me lo pusieron, pero ahora está más que pasado de moda y en su boca siempre suena muy rimbombante y cómico. De modo que repliqué tajante: —Aunque sea Sophonisba, Jarber, no tenía usted que por que decirlo en voz alta, que yo sepa.
         En respuesta a mi observación, ese hombre ridículo se llevó a los labios la punta de los dedos de mi mano derecha y repitió mi nombre acentuando con saña la tercera sílaba: —¡Sophonisba!
         No enciendo lámparas porque no soporto el olor del aceite y porque lo propio de mi época eran las velas de cera. Supongo que la oportuna circunstancia de tener al alcance del codo mi antiguo y alto candelero justifica que dijese que, si volvía a llamarme así, le machacaría con él los dedos de los pies (lamento añadir que, cuando se lo dije, sabía que los tenía delicados). Pero, la verdad, es un adelanto excesivo para la edad que tenemos, tanto Jarber como yo. En los Wells toca todavía al aire libre una orquesta ante la cual, y en presencia de una selecta multitud, he marcado algún que otro minué con Jarber, pero también sigue en pie una casa en la que yo llevaba delantal y en la que, para sacarme un diente, me lo ataron con hilo sujeto al tirador de una puerta, de la que, con paso vacilante, tuve que alejarme. ¿Y qué parecería yo, a mi edad, con delantalito y una puerta por dentista?
         Por otra parte, Jarber siempre fue un hombre más o menos absurdo. Vestía agradablemente, se perfumaba que daba gloria y muchas chicas de mi época habrían dado una mano por él, aunque debo añadir que a él nunca le importaron un pimiento, ni ellas ni sus insinuaciones, y que siempre me fue muy fiel. No sólo me hizo proposiciones antes de que la felicidad amorosa concluyese en mí en una desgracia, sino también después, y no una vez ni dos, ni diremos cuántas. Por muchas o pocas que fuesen, digamos que la última vez que me lisonjeó de esa forma fue inmediatamente después de obsequiarme con una pastilla digestiva en la punta de un alfiler. Aquel día, riéndome con ganas, le dije: —A ver, Jarber, aunque usted no se dé cuenta de que, entre su edad y la mía, sumamos más de ciento cincuenta años y, por lo tanto, somos viejos, yo sí; así pues, le ruego que se trague esa ridiculez como su fuera esta pastilla —y me la tomé en ese momento —y que no se vuelva a repetir.
         A partir de entonces se comportó bastante bien. Siempre fue un hombrecito enjuto con chaleco de espiguilla; siempre tuvo las piernas pequeñas, la sonrisa pequeña, la voz pequeña y la pequeña manía de dar rodeos. Desde que lo conozco, siempre lo he visto haciendo recaditos a unos u otros y llevando pequeñas habladurías. En el momento presente, cuando me llamo “¡Sophonisba!, vivía en una pequeña pensión pasada de moda en el mismo barrio nuevo que yo. Hacía dos o tres años que no lo veía, pero me habían dicho que seguía saliendo a la calle con unos pequeños prismáticos y que desde los portales de la calle de St. James veía pasar a la nobleza cuando iba a la corte, y que se plantaba con su capita y sus botas de goma a la puerta de Willis’ para verla entrar en el baile de Almack4; y que contraía los más terribles constipados y que lo atropellaban cocheros y pajes de antorcha, hasta que volvía a casa de su patrona hecho un amasijo de moretones y tenían que cuidar de él un mes entero.
         Jarber se quitó su capita de cuello de pieles y se sentó frente a mí con el bastoncito y el sombrero en la mano.
         —Dejemos ya la sophonisbación, Jarber, tenga la bondad —le dije—. Llámame Sarah. ¿Cómo se encuentra? Muy bien, espero.
         —Gracias. ¿Y usted? —dijo Jarber.
         —Tan bien como es posible, para lo vieja que soy.
         Jarber empezó a decir:
         —Bueno, vieja no, Sopho.. —pero al verme mirar el candelero, interrumpió la frase en seco e hizo como si no hubiera dicho nada.
         —Estoy achacosa, por descontado —dije—, igual que usted. Demos gracias por que no sea peor.
         —¿Está preocupada por algo, tal vez? —dijo Jarber.
         —Es muy posible. Bien, a decir verdad, así es, sin la menor duda.
         —¿Y qué es lo que le preocupa a mi Soph... sofisticada amiga? —dijo Jarber.
         —Una cosa difícil de entender, me figuro. Me preocupa mortalmente una casa en alquiler que hay ahí enfrente.
         Jarber se acercó a pasitos, como de puntillas, a la ventana, atisbó entre las cortinas y se volvió a mirarme.
         —Sí —le respondí—, justo ésa.
         Echó otro vistazo a la casa volvió a su silla, con una actitud tierna y me preguntó: —¿Y por qué le preocupa, S... Sarah?
         —Para mí es un misterio —dije—, aunque también es verdad que todas las casas lo son, en mayor o menor medida, pero hay un detalle en el que no voy a entrar ahora —porque, la verdad, lo del ojo era tan nimio que hasta me daba vergüenza hablar de ello —y que me ha parecido tan misterioso y se me ha grabado en la cabeza de tal manera que me tiene desazonada desde hace un mes. Me da la sensación de que no me quedaré tranquila hasta que venga Trottle, el lunes próximo.
         Podía haber aclarado antes que Trottle y Jarber se tienen celos desde hace tiempo y que jamás desperdician ente ellos ni una pizca de cariño.
         —¡Trottle! —repitió Jarber, enojado, con una floritura del bastón—. ¿Y cómo conseguirá ¡Trottle! devolver la paz a Sarah?
         —Hará todo lo posible por averiguar algo sobre la casa. Me ha dado una manía tan fuerte que no voy a poder parar hasta que descubra, sea como sea, por las buenas o por las malas, para bien o para mal, cómo es que nadie la alquila nunca y por qué.
         —¿Y por qué Trottle? ¿Por qué no...? —Y se llevó el sombrerito al corazón—. ¿Por qué no Jarber?
         —Para ser sincera, ni siquiera se me había ocurrido meter a Jarber en el asunto, pero ahora que lo pienso, gracias a la bondad que ha tenido al nombrarlo, cosa que el agradezco sinceramente, no creo que esté a la altura de sus posibilidades.
         —¡Sarah!
         —Creo que sería demasiado para usted, Jarber.
         —¡Sarah!
         —Tendría que dar muchas vueltas, buscar y traer muchas cosas, Jarber, y podría resfriarse.
         —¡Sarah! Todo lo que haga Trottle también puedo hacerlo yo. Conozco a todas las personas de importancia en esta parroquia. Soy asiduo de la biblioteca ambulante. Los recaudadores de impuestos son amigos míos. Departo con los revisores del contador del agua. Conozco al médico. Frecuento al agente de la propiedad. Ceno con los sacristanes de la iglesia. Me trato con los guardias... ¡Trottle! ¡Un individuo de la esfera del servicio doméstico, y completamente desconocido en sociedad!
         —No se sulfure, Jarber. He dicho Trottle porque confío de manera natural en mi mano derecha, que se tomaría todas las molestias del mundo por satisfacer hasta el menor capricho de su vieja ama, pero si encuentra usted algo que pueda contribuir a desvelar el misterio de la casa de enfrente, se lo agradecería tanto como si jamás hubiera existido un Trottle en la faz de la Tierra.
         Jarber se levantó y se puso la capita, que se ajustaba alrededor de su cuellecito con un par de fieros leones de latón, aunque estoy segura de que habría bastado una pareja de liebres, menos feroces.
         —Sarah —dijo—, me voy, espéreme el lunes por la tarde, el día 6, con una taza de té, tal vez... que no sea verde, a poder ser. ¡Adieu!
         Esto sucedió el jueves, día 2 de diciembre. Cuando caí en la cuenta de que Trottle también llegaría el lunes, tuve un mal presentimiento sobre las dificultades que se me presentarían para evitar el fuego abierto entre las dos potencias y, por supuesto, me inquieté más de lo que me gustaría reconocer. Sin embargo, a la mañana siguiente, la casa se impuso a ese pensamiento... y a casi todos los demás, a estas alturas, y me tuvo prisionera el día entero y todo el sábado.
         El domingo fue muy húmedo, no dejó de llover de la mañana a la noche. Cuando las campanas de la tarde convocaron a los fieles a la iglesia, parecía que repicasen en agitación de los charcos, además de en el aire, y sonaban con verdadera fuerza y gran desánimo; también la calle parecía verdaderamente desanimada y lo más desanimado de todo era la casa.
         Estaba yo leyendo mis oraciones junto a la luz; el fuego de la chimenea crecía en el cristal de la venta que se iba oscureciendo paulatinamente, cuando, al levantar la vista mientras rogaba por las viudas y huérfanos y por todos los desamparados y oprimidos, volví a ver el ojo. Fue sólo un momento, igual que la vez anterior, pero en fuero interno me convencí más profundamente de que lo había visto en realidad.
         ¡Figúrense la noche que pasé! Cada vez que cerraba los ojos no veía más que ojos. A la mañana siguiente, a una hora muy intempestiva, tan temprano que parecía imposible (si no hubiera sido por el dichoso ferrocarril), llegó Trottle. No bien me hubo informado de todo lo que pasaba en los Wells, le conté yo todo lo que sabía de la casa. Me escuchó con todo el interés y la atención deseables, hasta que llegué a Jabez Jarber; entonces se le enfrió el interés en un instante y se cerró en su obstinación.
         —Bien, Trottle —dije, como si no me hubiese dado cuenta—, esta tarde, en cuanto vuelva el señor Jarber, tenemos que ponernos a pensar los tres juntos.
         —No creo que sea necesario, señora. El señor Jarber vale tanto como el que más.
         Decidida a pasar la insinuación por alto, insistí en que tendíamos que ponernos a pensar los tres juntos.
         —Lo que mande la señora. De todas maneras, no cabe la menor duda, a mi entender, de que el señor Jarber vale tanto como el que más para pensar en cualquier cosa que se le pueda proponer.
         Eso era una provocación, y el modo en que se pasó el día entrando y saliendo como si no viera la casa de enfrente fue más provocativo todavía. Sin embargo, decidida como estaba a hacer como si no lo percibiera, no di la menor señal de apercibimiento. En cambio, hacía el final de la tarde, cuando me anunció la llegada de Jarber y éste, por negarse a que Trottle lo ayudara a quitarse la capa, golpeó respaldos de sillas y piezas de porcelana con el bastón, e incluso casi se lo mete en un ojo al intentar desabrocharse él solo los leones de latón (cosa que finalmente no logró), los habría abofeteado a los dos.
         Sin embargo, me limite a sacudir la tetera y a preparar té. Jarber traía bajo la capa un papel enrollado con el que, triunfante, señaló la acera de enfrente, como el fantasma del padre de Hamlet al difunto señor Kemble5, y después lo dejó encima de la mesa.
         —¿Un descubrimiento? —dije, señalando el papel enrollado, una vez que se hubo sentado con su taza de té—. No se vaya, Trottle.
         —El primero de una serie —respondió Jarber—; es el relato de una antiguo inquilino, recogido por un estudiante de medicina y revisor del contador del agua.
         —No se vaya, Trottle —repetí, pues lo vi moverse imperceptiblemente hacia la puerta.
         —Le fuego que me disculpe, señora, pero ¿no estaré molestando al señor Jarber?
         Jarber puso cara de opinar rotundamente que tal vez sí. Yo me resarcí con un buen graznido furioso y dije, tan resuelta a pasarlo por alto como al principio: —Tenga la bondad de sentarse, haga el favor, Trottle. Me gustaría que lo oyera todo.
         Trottle hizo la más rígida inclinación de cabeza y se sentó lo más lejos posible. No conforme con eso, se acercó cuanto pudo a la corriente de aire que entraba por el agujero de la cerradura de la puerta.
         —En primer lugar —empezó Jarber después de tomar un sorbo de té—, ¿le sorprendería mucho a mi Sophon...
         —Empiece de nuevo, Jarber —dije yo.
         —¿Le sorprendería mucho que el propietario de esa casa resultase ser pariente suyo, mi señora?
         —Me sorprendería muchísimo, desde luego.
         —Pues sepa que se trata de su primo carnal George Forley, quien, por cierto, parece llevar enfermo todo este tiempo.
         —En tal caso, empezamos mal. No puedo negar el parentesco directo que tengo con George Forley ha sido un padre severo y cruel, un ogro de padre para una criatura que descansa en paz. Una de sus dos hijas se casó con mala fortuna y él la trató de la manera más implacable e inflexible. El peso de su mano cayó sobre la desdichada niña con tanta fuerza como suavemente sobre su hermana, casada con un hombre rico, a la que favoreció con todos los privilegios. Sólo espero que no tenga que verse medido por su propio rasero. No le deseo nada pero.
         Mi actitud ante esos acontecimientos era contundente y no pude evitar que se me cayeran unas lágrimas, pues la historia de esa jovencita era cruel y había llorado por ella muchas veces.
         —Si la casa pertenece a George Forley —dije—, casi podemos dar por sentado que su infortunado destino no podía ser otro, si es que es cosa del destino. ¿Esos papeles dicen algo de George Forley?
         —Ni una palabra.
         —Me alegro de saberlo. Lea, por favor, Trottle, ¿por qué no se acerca? ¿Por qué se mortifica usted relegándose a esas regiones árticas? Acérquese.
         —Gracias, señora, no necesito acercarme más al señor Jarber.
         Jarber dio media vuelta a la silla, se sentó completamente de espaldas a mi obstinado amigo y criado y dio comienzo a la lectura escupiéndole las palabras por encima del hombro y la oreja (los suyos, es decir, los de Jabez Jarber).
         Leyó lo siguiente:



         EL MATRIMONIO DE MANCHESTER


         ELIZABETH GASKELL


         EL señor y la señora Openshaw se mudaron de Manchester a Londres y se instalaron en la casa en alquiler. Él era lo que Lancashire llaman representante, un vendedor empleado de una gran empresa manufacturera en proceso de expansión que iba abrir un almacén en la capital, del cual se haría cargo el señor Openshaw en calidad de superintendente. El cambio de residencia fue bastante de su agrado, pues tenía una curiosidad por Londres que no había podido satisfacer en sus breves visitas a la metrópolis. Al mismo tiempo, sentía un desprecio extraño y sutil por los londinenses a quienes siempre se había imaginado inteligentes y perezosos, sin mas inquietudes que la moda y la aristocracia, matando el tiempo en Bond Street y lugares semejantes, destrozando la lengua inglesa y dispuestos a despreciarlo a él, a su vez, por provinciano. También le parecía escandaloso que los hombres de negocios pasaran tantas horas fuera de casa, acostumbrado como estaba a comer temprano, según el horario de Manchester y, por tanto a disfrutar de tardes más largas. A pesar de todo, le satisfizo la mudanza, aunque no lo habría reconocido ni siquiera en su fuero interno y, con sus amigos, siempre se refería a su ascenso como si se lo hubieran impuesto interesadamente sus superiores, a cambio eso sí, de un sustancioso aumento de sueldo. Ciertamente, el sueldo que percibía era tan generoso que le habría permitido alquilar una casa mucho mayor, si no se hubiera creído en la obligación de demostrar a los capitalinos lo poco que le preocupaban las apariencias a un hombre de negocios de Manchester. Sin embargo, amuebló el interior con todas las comodidades y en invierno ordenaba que las chimeneas de las habitaciones más frías estuviesen siempre encendidas en toda su capacidad. Además, tenía tan acentuado el sentido norteño de la hospitalidad que, si se encontraba en casa, no podía consentir que las visitas se marcharan sin haberlas obligado a comer y beber. Todos sus criados iban bien abrigados, estaban bien alimentados y recibían un trato amable, pues al señor le parecía ridículo ahorrarse gastos menores en todo lo relacionado con el bienestar y le divertía seguir practicando sus costumbres y preferencias personales aun en contra de la opinión de sus nuevos vecinos.
         Su mujer era bonita y amable y tenía la edad y el carácter adecuados. Él tenía cuarenta y dos años y ella, treinta y cinco. Él era enérgico y decidido, ella, dulce y obediente. Tenían dos hijos o, mejor dicho, los tenía ella, porque la mayor, una niña de once años, era hija de la señora Openshaw y Frank Wilson, su primer marido. El menor se llamaba Edwin, tenía dos años y empezaba a balbucear; a su padre el encantaba hablarle en el más cerrado e ininteligible dialecto de Lancashire, para que el pequeño no perdiese lo que el padre consideraba el auténtico acento sajón.
         La señora Openshaw, de nombre Alice, y su primer marido eran primos carnales. Ella era huérfana, sobrina de un capitán de la marina de Liverpool, una niñita callada y seria con un gran atractivo personal a la edad de quince o dieciséis años, de facciones correctas y tez resplandeciente. Sin embargo, era muy tímida y se consideraba muy tonta y torpe; su tía, la segunda esposa de su tío, la regañaba con frecuencia. Y así, cuando su primo Frank Wilson volvió a casa tras una larga ausencia en el mar y al principio la protegía y la trataba con amabilidad, después con atenciones y por último, enamorándose de ella desesperadamente, la joven no supo cómo agradecérselo. Es cierto que habría preferido que la actitud de su primo no hubiera pasado del primer o segundo estadio, pues la violencia de su amor la asustaba y confundía. Aunque el romance iba tomando forma ala vista de su propio tío, éste no se oponía ni lo favorecía. En cuanto a la madrastra de Frank, era una mujer tan voluble que no había forma de saber si lo que le complacía un día le caería en gracia al siguiente. Con el tiempo, sus enfados llegaron a extremos tales que Alice no sólo cerró los ojos gozosamente y se aferró a ciegas a la posibilidad de librarse de la tiranía doméstica que le ofrecía el matrimonio con su primo, sino que —y, puesto que era la persona ala que más apreciaba en el mundo, después de su tío (quién a la sazón se hallaba en el mar)—, una mañana huyó de casa y se casó con él, asistida por una sola dama: la doncella de la casa de su tía. Como consecuencia, Frank y su mujer se fueron a vivir a una pensión, la señora Wilson se negó a verlos y despidió a Norah, la afectuosa doncella, y ellos, de mutuo acuerdo, la tomaron a su servicio. Cuando el capitán Wilson regresó de su viaje se mostró muy cordial con la joven pareja y pasaba muchas tardes en la pensión del joven matrimonio fumando en pipa y tomando grog, pero les dijo que, en nombre de la tranquilidad, no podía invitarlos a su casa, pues su mujer les guardaba gran resentimiento, cosa que entristeció mucho a los jóvenes.
         El carácter vehemente y apasionado de Frank, que lo llevó a considerar incumplimiento del deber conyugal la timidez de su mujer y lo poco que manifestaba, fue el principal germen de la desdicha que por ello se desencadenó. Pronto partiría de nuevo al mar y empezó a atormentarse y a atormentarla a ella, aunque en menor grado, con aprensiones y figuraciones de lo que podría sucederle en su ausencia. Por último, fue a ver a su padre y le rogó que insistiera en la posibilidad de recibir de nuevo a Alice en su casa, habida cuenta, sobre todo, del confinamiento al que se vería sometida próximamente, mientras él estuviera de viaje. El capitán Wilson estaba “pocho”, según sus propias palabras, y con pocas fuerzas para soportar la tensión de una escena con su mujer; sin embargo, le pareció que su hijo tenía razón y decidió plantearle la propuesta. Antes de embarcar, Frank tuvo el consuelo de ver a su mujer instalada de nuevo en la misma buhardillita de la casa de su padre que ocupaba de soltera. Cederle la mejor habitación de huéspedes habría excedido los límites de la capacidad de sumisión de la señora Wilson tanto como los de su generosidad. Sin embargo, lo pero de todo fue que tuvieron que despedir a la fiel Norah. Su puesto de doncella lo ocupaba otra persona y, aunque no hubiera sido así, la señora había perdido para siempre la buena opinión de que ella tenía. Norah consoló a sus jóvenes señores prediciéndoles circunstancias halagüeñas para cuando tuvieran su propio hogar, del cual también formaría parte ella, sin la menor dudad, fuera cual fuere el menester en el que tuviera que ocuparse entre tanto. Una de las últimas cosas que hizo Frank Wilson antes de partir fue ir con Alice a visitar a Norah una vez más a la casa de la madre de ésta. Y después se marchó.
         El suegro de Alice fue debilitándose a medida que avanzaba el invierno y la joven prestó una gran ayuda a la madrastra, pues lo cuidaba y lo distraía y, aunque todavía se respiraba tensión en la casa, tal vez fuera la época de mayor sosiego desde hacía muchos años, pues la señora Wilson no tenía mal corazón y se suavizó ante la evidente inminencia de la muerte de una persona a la que quería; también la enternecía la soledad que aguardaba a un ser tan joven que debía confinarse por primera vez en ausencia de su marido. A ese ambiente de ternura debió Norah el permiso para volver, para servir de niñera a la hijita de Alice y atender al capitán Wilson.
         Antes de que llegase la primera carta de Frank (que había zarpado rumbo a las Indias Orientales y China) falleció su padre. Alice siempre recordaba con alegría que, antes de morir, su tío tuvo ocasión de coger a la nievecita en brazos y besarla y bendecirla. Tras las exequias y el posterior estudio de su situación económica, se supo que el difunto había dejado muchos menos bienes de lo que, a juzgar por su estilo de vida, se imaginaba la gente. Lo que había de dinero en metálico fue todo para su mujer y quedó a su disposición hasta su muerte. Alice no le dio importancia, puesto que Frank ya era segundo de a bordo de su barco y, con uno o dos viajes más, ascendería a capitán. Entre tanto, le había dejado unos cuantos miles de libras (todos sus ahorros) en el banco.
         Alice esperaba noticias de su marido. Hasta entonces, había recibido una carta desde Ciudad del Cabo. La siguiente fue para anunciarle la llegada a la India. A medida que transcurrían las semanas sin que llegaran más noticias del barco a las oficinas de los propietarios y, como la mujer del capitán se hallase en el mismo estado de ignorancia e inquietud que ella, los temores de Alice aumentaron. Por fin llegó el día en que, en respuesta a sus preguntas, la empresa naviera les dijo que los propietarios habían renunciado a toda esperanza de volver a tener noticias del Betsy-Jane y que habían enviado la reclamación correspondiente a la casa aseguradora. Entonces, cuando lo hubo perdido para siempre, Alice sintió una ansiedad que no conocía, un anhelo de amor por el cariñoso primo, el amigo querido, el protector comprensivo a quien nunca volvería a ver: primero fue un deseo intenso de que conociese a su hija, a la que hasta el momento, había deseado tener únicamente para sí, sólo para sí. A pesar de todo, sufrió el dolor en silencio, sin quejas... para mayor escándalo de la señora Wilson, quien lloró a su hijastro como si hubieran vivido siempre juntos en armonía perfecta y, evidentemente, se creía en la obligación de derramar nuevas lagrimas delante de cualquier desconocido, lamentando la situación en la que había dejado a la pobre viuda, tan joven y desconsolada, y a la indefensa huerfanita, con una unción como si disfrutase con la triste historia.
         Así transcurrieron los primeros días de viudez de Alice. Poco a poco, las cosas fueron recobrando su apacible curso normal; pero, como si la joven estuviera destinada a verse siempre en situaciones arduas, su corderita cayó enferma, se debilitó y no hubo forma de que mejorase. La misteriosa enfermedad resultó ser una dolencia de la columna vertebral que podía quebrantar la salud, pero no acortar la vida, o al menos ése fue el dictamen de los médicos. Sin embargo, no es fácil alegrarse de que alguien a quien se ama tanto como Alice a su única hija deba vivir con un sufrimiento horrible y prolongado. Sólo Norah adivinaba el dolor de Sarah, pero nadie lo sabía, sólo Dios.
         Y por eso, un día, cuando la señora Wilson, la mayor de las dos, le contó lo disgustadísima que estaba porque la herencia legada por su marido había sufrido una pérdida sustancial de valor —una pérdida que apenas le dejaría renta suficiente para mantenerse, y mucho menos para mantener también a Alice—, esta última no comprendió que pudiera causar semejante desdicha algo que no fuera la salud o la vida misma, y acogió la noticia con una compostura irritante. Sin embargo, esa misma tarde, cuando volvió a casa la niñita enferma, y la abuela —quien, a fin de cuantas, la quería mucho— empezó a lamentar de nuevo lo mucho que había perdido y aunque la pequeña no podía entenderlo, le contó que había pensado llevarla a tales y cuales médicos y proporcionarle tales y cuales consuelos y lujos en su momento, pero que ahora ya nada de eso sería posible. Alice, enternecida, se acercó a la señora Wilson e inusitadamente le acarició y, a semejanza de Ruth6, le suplicó que pasara lo que pasase, no se separaran nunca. Después de mucho debatir en los días siguientes, acordaron que la señora Wilson arrendase una casa en Manchester; la amueblarían con todos sus enseres y adquirirían lo que hiciese falta con las últimas dos mil libras que le quedaban a Alice. La señora Wilson era hija de esa ciudad y, lógicamente, deseaba regresar. Dio la coincidencia de que, en esos momentos unos conocidos suyos buscaban alojamiento y estaban dispuestos a pagarlo generosamente. Alice se hizo cargo de la administración y la organización general de la casa. Norah, la fiel y dispuesta Norah, se ofreció a cocinar, limpiar y, en resumen a hacer de chica para todo, con tal de poder seguir con ellas.
         El plan funcionó. Los primeros inquilinos pasaron allí unos años, con ellas, y todo salió a pedir de boca... con la triste excepción de la deformidad creciente de la pequeña. ¡No hay palabras para expresar el amor de esa madre por su hija!
         Entonces ocurrió otra desgracia. Los inquilinos se marcharon, pero nadie los sucedió. Unos meses después tuvieron que trasladarse a una casa más pequeña y la sensible Alice se debatía entre la idea de no ser una carga para su suegra y la necesidad de salir a buscar un empleo para ganarse el sustento... ¡y dejar a la niña! El dilema le desgarraba el corazón como el tañido desolador de una campana de duelo.
         Poco después llegó un nuevo inquilino: el señor Openshaw. Había empezado su vida laboral haciendo de chico de los recados y barrendero de un almacén; con esfuerzo, había ascendido pasando por todos los puestos de la empresa abriéndose camino en la competitiva vida de Manchester gracias a la fuerza y el vigor de su enérgico carácter. Con firmeza, había dedicado cada momento libre a su propia formación. Era tenedor de libros, buen estudiante de francés y alemán, un hombre de negocios agudo y previsor, entendido en mercados y en el curso de los acontecimientos, tanto cercanos como remotos y, sin embargo, tan atento a los detalles que no creo que nunca viese un macizo de flores en el campo sin pensar en si colores ofrecerían un contraste armonioso en las muselinas y estampados de la siguiente primavera. Asistía a sociedades de debate y se entregaba en cuerpo y alma a la política, aunque, todo hay que decirlo, consideraba necio o villano a todo el que disintiese de sus opiniones y acababa con sus oponentes por la fuerza y el volumen con que hablaba, más que por la fuerza y la serenidad de su lógica. Había algo yanqui en esa forma de ser, hasta el punto de que su teoría se asemejaba a un famoso lema yanqui que dice “Inglaterra es el azote de la creación y Manchester el azote de Inglaterra”. Es fácil imaginar que un hombre de tales características no hubiera tenido tiempo para enamorarse ni para tonterías semejantes. A la edad en la que casi todos los hombres hacen la corte y se casa, él no disponía de medios para mantener a una mujer, y su sentido práctico no le permitía ni pensar en buscársela, y ahora, que vivía con desahogo y podía aspirar a más, las mujeres le parecían un estorbo en el mundo con el que era mejor no tener nada que ver. Alice no le causó una primera impresión diferente, ni le interesó tanto como para procurar que se la causase. De haberse visto obligado a decir algo, habría dicho que era una “bonita mujer simplona”. Al principio temía que su silenciosa manera de ser se debiera a un carácter indiferente y perezoso, que habría chocado frontalmente con su propio temperamento activo y enérgico. Sin embargo, cuando vio que sus deseos se cumplían meticulosamente, de la misma forma que ella hacía su trabajo, cuando lo llamaban por la mañana a la hora exacta, con el agua para afeitarse hirviendo, un buen fuego en la chimenea y el café exactamente a su gusto (pues él tenía teorías sobre todas las cosas, siempre basadas en la ciencia que conocía y con frecuencia completamente originales), entonces, en vez de atribuírselo a algún mérito particular de Alice, se dijo que había encontrado una pensión de calidad notable: eso puso fin a su inquietud y empezó a pensar que se quedaría allí para siempre.
         El señor Openshaw había estado toda la vida tan ocupado que no había tenido tiempo para la introspección. Ignoraba que hubiera algo de ternura en su interior. La niñita desvalida —a la que siempre movía de un lado a otro una de las tres hacendosas mujeres de la casa, o bien esperaba pacientemente, ensartando cuentas de colores en la silla de la que no podía moverse por sí sola, con sus grandes y serios ojos azules y una mirada grave, más no exenta de alegría, que daba a su delicada carita una expresión de persona de más edad, y con su voz suave y quejumbrosa que sólo pronunciaba unas pocas palabras, a diferencia del incesante parloteo de los niños pequeños —le llamo la atención a su pesar. Un día —casi se rió de sí mismo por hacerlo— retrasó la hora de comer sólo por ir a buscar un juguete con el que sustituir las eternas cuentas de colores. No recuerdo qué compró, pero cuando le entregó el regalo (teniendo buen cuidado de hacerlo breve y bruscamente, sin que lo viera nadie), casi se emociona al ver el arranque de alegría en la cara de la niña y, sin poder evitarlo, pasó toda la tarde recordando una y otra vez la imagen, grabada en la memoria, del radiante efecto que la deliciosa sorpresa había tenido en la carita de la pequeña. Cuando volvió a sus habitaciones, encontró las zapatillas colocadas junto a la chimenea de su sala de estar y sus caprichos satisfechos con mayor esmero aún del habitual en la modélica pensión. Después de retirar las últimas cosas del té— en silencio, como de costumbre hasta entonces—, Alice se demoró un momento con la mano en la puerta. Aparentemente, el señor Openshaw estaba inmerso en la lectura, aunque en realidad no veía una palabra, sino que deseaba de corazón que la mujer se marchase sin dedicarle engorrosas expresiones de agradecimiento; sin embargo, ella dijo sencillamente: —Le estamos muy agradecidas, señor. Muchas gracias.
         Y se marchó sin darle tiempo siquiera a despedirla con unas palabras como: “Está bien, señora mía, ¡es suficiente!”.
         Pasó una temporada procurando aparentar que no prestaba atención a la niña. Incluso intentaba hacer de tripas corazón cuando, al verla por casualidad, la pequeña lo reconocía y, sonrojándose de pronto, le sonreía tímidamente. Sin embargo, a fin de cuentas, la situación no podía sostenerse y, después de dar rienda suelta a la ternura por segunda vez, no hubo vuelta atrás. En cuanto el insidioso enemigo, disfrazado de compasión por la niña, se adueñó de su corazón, adoptó enseguida otro disfraz más peligroso: el de interés por la madre. El señor Openshaw se despreció al darse cuenta del cambio de sentimientos y luchó contra ellos, pero en vano, pues en su fuero interno se había dejado ganar por ellos y los alimentaba desde mucho antes de haber accedido a que la menor expresión de esos sentimientos se le escapara de palabra, obra o mirada. Tomó buena nota de la actitud dócil y obediente de Alice con su madrastra, del amor que había inspirado en la tosca Norah (más tosca aún que antes por el deterioro y el sufrimiento de la vida), pero sobre todo se fijó en el profundo afecto, intenso y desmedido, que existía entre madre e hija. Ninguna de las dos hablaba mucho con los demás ni en presencia de otros; sin embargo, a solas la una con la otra, conversaban, murmuraban, se hacían arrumacos y charlaban tan constantemente que al principio el señor Openshaw se preguntaba que tendrían que decirse, y más adelante se irritaría por el trato tan formal y silencioso que le dispensaban a él. Entre tanto, siempre inventaba nuevas y pequeñas distracciones con que alegrar a la niña, no dejaba de pensar en la desolación que la aguardaba y a menudo, después de la jornada de trabajo, se presentaba con alguna cosa que Alice necesitaba desde hacía tiempo pero que no había podido comprar. Una vez fue una silla para llevar a la enfermita por la calle y, ese mismo verano, indiferente a los comentarios de sus conocidos, él mismo la llevó de paseo muchas tardes. Un día de otoño, al entrar Alice a servirle el desayuno, el señor Openshaw dejó de leer el periódico y, en el tono más indiferente que pudo, dijo: —Señora Frank, ¿existe algún motivo que nos impida poner en el mismo tiro sus caballos y los míos?
         Alice se quedó parada de asombro y perplejidad. ¿Qué quería decir con esas palabras? El señor Openshaw se había puesto a leer de nuevo, como si no esperase respuesta, y Alice, optando por el silencio como mejor solución, siguió sirviendo el desayuno discretamente y no se dijeron nada más. Justo cuando se disponía a salir de casa para ir al almacén como de costumbre, dio media vuelta y se asomó a la limpia y reluciente cocinita en la que desayunaban las mujeres por la mañana.
         Piense en lo que le he dicho, señora Frank —pues así se hacía llamar por sus huéspedes—, y esta noche hágame saber su opinión.
         Alice agradeció que la señora Wilson y Norah estuvieran enzarzadas en una conversación y no prestasen oídos al señor Openshaw. Tomó la determinación de no pensar en el asunto en todo el día y, naturalmente, cuanto más se esforzaba por evitarlo, más lo pensaba. Por la noche mandó a Norah a servirle el té, pero el señor Openshaw salió disparado tras ella, y casi la tira al suelo en la puerta, llamando impaciente y a voces a la señora Frank desde lo alto de la escalera.
         Alice subió como si no hubiera dado mucha importancia a sus palabras.
         —¿Y bien, señora Frank? —dijo él—. ¿Cuál es su respuesta? No se alargue demasiado, porque tengo mucho trabajo que hacer esta noche.
         —No sé lo que quiso decir, señor —respondió Alice sinceramente.
         —¡Caramba! Suponía que lo había entendido. Estas cosas no son nuevas para usted, aunque sí para mí. No obstante, ahora se lo voy a decir llanamente. ¿Me tomaría por marido en matrimonio y me serviría, me amaría y me honraría y todo lo demás? Porque, si acepta, yo haría otro tanto con usted y sería el padre de su hija... que es más de lo que dice el Libro de Oraciones. Sepa que soy hombre de palabra, que digo lo que pienso y cumplo lo que prometo. Bien, ¡oigamos ahora su respuesta!
         Alice guardo silencio. El empezó a servirse el té como si la respuesta le fuera totalmente indiferente; sin embargo, tan pronto como se lo hubo servido, se impacientó.
         —¿Y bien? —dijo.
         —Señor, ¿de cuánto tiempo dispongo para pensarlo?
         —De tres minutos —dijo, mirando el reloj—, y, como ya ha consumido dos, suman cinco en total. Sea sensata, acepte y siéntese a tomar el té conmigo, que hablaremos los dos del asunto, porque, después del té, tengo cosas que hacer. Si no acepta... —vaciló un momento para no perder el tono de voz —no diré una palabra más, sino que mañana pagaré un mes de alquiler y me marcharé. ¡Terminó el tiempo! ¿Sí o no?
         —Se lo ruego, señor... ha sido usted tan bueno como Ailsie...
         —Vamos, siéntese cómodamente en el sofá, a mi lado, y tomemos juntos el té. Me alegro de que sea tan buena y sensata como me parecía.
         Y así fue el segundo noviazgo de Alice Wilson.
         El señor Openshaw tenía tanta fuerza de voluntad y disfrutaba de tan buena situación que podía llevarse a cualquiera por delante. Instaló a la señora Wilson en una confortable casa propia y la liberó de la carga de los huéspedes. En lo tocante a planes futuros, Alice solo abogó por Norah.
         —No —dijo él—. Norah se ocupará de la señora anciana mientras viva; después, vendrá a vivir con nosotros o, si lo prefiere, la proveeré para el resto de su vida... todo por usted, señorita. Ninguna persona que se haya portado bien con usted, o con la niña quedará sin recompensa, pero hasta la pequeña se beneficiará del cambio d gente a su alrededor. Busque a una chica sensata que le haga de enfermera y que no la reboce en gelatina, como Norah, que malgasta, embadurnándoselo por fuera, un alimento que debería ir a parar al organismo, y que siga las instrucciones del médico, las cuales, como ya habrá visto usted a estas alturas, Norah se las salta porque hacen sufrir a la pobre mujercita. Bueno, eso no significa que el padecimiento ajeno me deje indiferente, puedo aguantar una buena puñalada sin inmutarme pero, si me llevasen al hospital, me descompondría como una niña. No obstante, de ser necesario, sujetaría a la mujercita en mis rodillas aunque la pobre se retorciese de dolor, si con ello se pudiera beneficiar su columna vertebral. ¡Vamos, vamos, mujer! ¡Deje la palidez para cuando haga falta! Lo cual no significa que tenga que hacerle falta algún día. Lo que sé sin ninguna duda es que Norah se compadecería tanto de la niña que engañaría al médico, si pudiera. Bien, lo que digo es que demos a la chiquilla uno o dos años y después, cuando un equipo de médicos haya hecho todo lo posible —e incluso tal vez se haya ido la anciana señora—, llamemos de nuevo a Norah o mejoraremos su situación.
         El equipo de médicos no pudo hacer nada por la pequeña Ailsie, no supieron como atajar el mal. En cambio, el padre (pues así quiso que lo llamaran, lo mismo que quiso que, a partir de entonces, no se llamase “mamá” a Alice, sino “madre”), con la sana alegría que lo caracterizaba, con su inequívoca fuerza de voluntad, sus salidas inesperadas y sus cambios de humor, sumado todo ello, a su fuerte y verdadero amor por la pequeña inválida, infundió en ella un ingrediente nuevo de claridad y confianza y, aunque la muchacha no sanó de su dolencia, su estado general de salud mejoró, y Alice —cuya máxima expresión de alegría era la sonrisa —tuvo el placer de ver cómo su hija aprendía a reírse.
         En cuanto a la propia Alice, fue más feliz que en toda su vida. El señor Openshaw no le exigía demostraciones ni expresiones de afecto: muy al contrario, le habrían disgustado bastante. Por muy profundamente que Alice amase, no era capaz de hablar de ello. La mayor dificultad de su anterior matrimonio había sido la necesidad que, al no verse satisfecha, su marido había interpretado como falta de cariño. En cambio, en el segundo, guiado por la gran sensatez, el buen corazón y la fuerza de voluntad del marido, todo era claro y directo. La prosperidad material iba en aumento a medida que transcurrían los años. Cuando falleció la señora Wilson, Norah regresó con ellos en calidad de niñera de Edwin, el recién nacido, aunque sólo después de escuchar un riguroso discurso del orgulloso y feliz padre, quien le advirtió que, si alguna vez descubría el menor intento de proteger al niño con mentiras o de debilitarlo mental o físicamente, la despediría sin dilación. Norah y el señor Openshaw no se llevaban excesivamente bien, pues ninguno de ellos reconocía ni apreciaba en todo su valor las mejores cualidades del otro.
         Así había sido la vida de la familia de Lancashire, que después se trasladó a Londres y llegó a ocupar la casa.
         Llevaban allí aproximadamente un año, cuando, de pronto, el señor Openshaw informó a su mujer de que había tomado la decisión de poner remedio a viejas rencillas familiares y había pedido a sus tíos, los señores Chadwich, que fueran a visitarlos y a conocer Londres. La señora Openshaw no conocía a esos tíos de su marido, con quienes éste se había enemistado a raíz de una pelea, muchos años antes de casarse con ella. Lo único que sabía Alice era que el señor Chadwich era un pequeño fabricante de una localidad provinciana del sur de Lancashire. Se alegró inmensamente de que la rencilla fuera a solucionarse y empezó a prepararlo todo para hacerles la visita agradable.
         Y por fin llegaron. Ir a conocer Londres era para ellos un acontecimiento tan importante que la señora Chadwich se había hecho todo un nuevo ajuar para al ocasión, de la cabeza a los pies, empezando por el gorro de dormir; en cuanto a vestidos, lazos y cuellos, llevaba tal acopio como si el viaje hubiera sido a las tierras salvajes de Canadá, donde no existían los comercios. Quince días antes de partir hacía Londres había ido a despedirse de todas sus amistades porque, según dijo, necesitaría el tiempo restante para hacer el equipaje. Para ella fue como casarse por segunda vez y, para rematar la semejanza que entre los dos acontecimientos propiciaba el nuevo ajuar, el último día de mercado antes de iniciar el viaje, su marido le compró en Manchester un broche precioso de perlas y amatistas y le dijo: “Para que los de Lunnon7 se enteren del buen gusto que tienen los de Lancashire”
         Desde la llegada de los invitados a casa de los Openshaw, pasaron unos días sin que surgiera la ocasión de lucir el broche, pero finalmente recibieron permiso para visitar el palacio de Buckingham y, por lealtad, la señora Chadwich debía vestir sus mejores galas para acudir a la residencia de su soberana. Al volver, se cambió apresuradamente de traje, pues el señor Openshaw había hecho planes para ir a Richmond a tomar el té y regresar a casa a la luz de la luna. Así pues, hacia las cinco de la tarde, los señores Openshaw y los Chadwich se pusieron en marcha.
         El ama de llaves y la cocinera estaban sentadas abajo, Norah no sabía dónde exactamente, pues siempre estaba atareada en sus labores de niñera, atendiendo a los dos niños o velando a la inquieta y excitable Ailsie hasta que se dormía. Al cabo de un rato, Bessy, el ama de llaves, llamó suavemente a la puerta. Norah se acercó y hablaron en voz baja: —¡Niñera! Hay una persona a la puerta que pregunta por usted.
         —¿Por mí? ¿Quién es?
         —Un caballero.
         —¿Un caballero? ¡Qué tontería!
         —Bueno, un hombre, entonces, pero pregunta por usted; llamó a la puerta principal y entró hasta el comedor.
         —¡No tenías que haberlo dejado entrar! —exclamó Norah—. Los señores no están...
         —Yo no quería que entrase pero, cuando se enteró de que vivía usted aquí, me pasó por delante, se sentó en la primera silla que encontró y dijo: “¡Dile que venga a hablar conmigo!” No hemos encendido el gas del comedor y la mesa está puesta.
         —¡Se llevará las cucharas! —exclamó Norah, expresando con palabras los temores del ama de llaves y disponiéndose a salir de la habitación, no sin antes echar un vistazo a Ailsie, que dormía profunda y tranquilamente.
         Bajó pensando en lo peor. Antes de entrar en el comedor cogió una vela y, con ella en la mano, buscó al visitante en la oscuridad de la estancia.
         Estaba de pie, al lado de la mesa. Se miraron los dos y poco a poco se reconocieron.
         —¿Norah? —preguntó él al fin.
         —¿Quién es usted? —preguntó ella en tono seco y alarmado, sin dar crédito a lo que veía—. No lo conozco —añadió, intentando negar inútilmente la terrible realidad que tenía ante los ojos.
         —¿Tanto he cambiado? —dijo él patéticamente—. Supongo que sí. Pero, ¡dime Norah! —continuó respirando con dificultad—. ¿Dónde está mi mujer? ¿Está... está viva?
         Se acercó a Norah e incluso le habría cogido la mano, pero ella retrocedió sin dejar de mirarlo con los ojos muy abiertos, como si fuera algo horrendo. Sin embargo, era un hombre bien parecido, curtido, atractivo, con barba y bigote, que le daban aspecto de extranjero. En cambio ¡los ojos! Esos ojos anhelantes y preciosos eran inconfundibles... los mismos que estaba contemplando no hacía ni media hora, hasta que el sueño los cerró suavemente.
         —Dime, Norah, no lo soporto más... Lo he temido tanto. ¿Ha muerto ella? —Norah guardó silencio—. ¡Ha muerto! —exclamó, pendiente de la reacción y las palabras de Norah, de la confirmación o la negación.
         —¿Y ahora qué hago yo? —gimió Norah—. ¡Ay señor! ¿Por qué ha vuelto usted? ¿Dónde estaba? Lo dábamos por muerto, señor, ¡lo creíamos de verdad!
         Dio rienda suelta a las palabras, a las preguntas, como si ganar tiempo pudiera servir de algo.
         —¡Norah! Respóndeme directamente, dime sí o no... ¿Ha muerto mi mujer?
         —¡No, señor! —dijo ella lenta y ominosamente.
         —¡Ah, qué peso me quitas de encima! ¿Recibió mis cartas? Aunque tal vez no lo sepas. ¿Por qué la has dejado? ¿Dónde está? ¡Ay, Norah! ¡Cuéntamelo todo enseguida!
         —¡Señor Frank! —dijo Norah al fin, presa de terror por si volvía su señora en ese momento y lo encontraba allí, incapaz de pensar lo que debía decir o hacer y no viendo la hora de que ocurriera algo decisivo, pues era incapaz de soportar la situación—. ¡Señor Frank! Nunca tuvimos noticias suyas y los propietarios de la empresa dijeron que había naufragado usted... y todo el mundo. Creíamos que había muerto, se lo digo de verdad, ¡y la pobre señorita Alice con su niñita enferma e indefensa! ¡Ay, señor! Hágase cargo —se lamentó por fin la infeliz, y rompió a llorar con vehemencia—, porque no se lo puedo decir, de verdad. Pero no fue culpa de nadie. ¡Qué el Señor nos asista a todos esta noche!
         Norah se había sentado, temblaba tanto que no podía estar de pie. Él le sujetó las manos, se las apretó con fuerza, como si así pudiera sacarle toda la verdad.
         —¡Norah! —dijo con calma, estancado como la desesperación—. ¡Se ha casado otra vez!
         Norah movió tristemente la cabeza. Poco a poco, las manos dejaron de apretarla. El hombre se había desmayado.
         Había brandy en el comedor; Norah obligó al hombre a tragar unas gotas, el frotó las manos y —recuperados los sentidos puramente animales, antes de que la corriente de recuerdos y pensamientos fluyera de nuevo—, lo incorporó y le puso la cabeza en su regazo. Después cogió unas migas de la mesa, las empapó en brandy y se las dio a la boca. Súbitamente el hombre se puso de pie.
         —¿Dónde está? ¡Dímelo ahora mismo! —exclamó con tal fiereza, tan enloquecida y desesperadamente, que Norah creyó que iba a atacarla.
         Sin embargo, ella ya no tenía miedo. Antes temía decirle la verdad y había reaccionado con cobardía, pero ahora la desesperación de él le había devuelto la capacidad de pensar. El hombre debía de salir de la casa sin demora; ya lo compadecería después, pero ahora ella tenía que hacerse cargo de la situación y mostrarse represiva, pues era preciso que saliera de la casa antes de que volviese la señora. Eso era lo que entendía con mayor claridad.
         —La señora no se encuentra aquí, es lo único que debe usted saber. Tampoco puedo decirle dónde está con exactitud. —Lo cual, si bien, no era esencialmente cierto, lo era literalmente—. Ahora váyase, dígame dónde puedo ir a verlo mañana y entonces se lo contaré todo. Mis señores volverán de un momento a otro, y ¿qué sería de mí si me encontrasen aquí con un desconocido en la casa?
         El argumento era demasiado mezquino para convencer a un hombre tan desquiciado en esos momentos.
         —Tus señores me dan igual. Si tu señor es un hombre, comprenderá que soy un triste naufrago que ha estado muchos años prisionero de unos salvajes y no ha dejado de pensar ni un instante en su mujer y en su hogar, ni de soñar con ella por las noches ni de hablar con ella por el día, aunque no pudiese oírlo. La amo más que a todo el cielo y toda la tierra juntos. Dime inmediatamente dónde está. ¡Miserable, que se escuda en su maldad con ella para maltratarme a mí!
         El reloj dio las diez. Los grandes males requieren grandes remedios.
         —Si se va de esta casa ahora, mañana iré yo a verlo a usted y se lo contaré todo. Y aun más, podrá ver a la pequeña ahora, que duerme en el piso de arriba. ¡Ay, señor! Tiene usted una hija, pero todavía ignora que es una niñita enferma que es toda corazón y alma, mucho más de lo que corresponde a su edad. La hemos criado con todas las atenciones. La hemos cuidado día y noche, pues durante muchos años creímos que podía morir cualquier día; la hemos atendido, jamás ha conocido la rudeza ni se le ha dicho jamás una mala palabra. Y ahora viene usted y quiere arrancarle la vida con las manos y aplastarla. Los desconocidos la han tratado con cariño, en cuanto a su padre... Señor Frank, yo soy su niñera, la quiero y la cuido y haría cualquier cosa por ella. El corazón de la madre late con el de la niña y, si la pequeña sufre, la madre tiembla de pies a cabeza. Cuando la niña está contenta, la madre sonríe y se alegra; cuando se fortalece, la madre goza de buena salud; pero, si recae, la madre languidece. Si muriera... no sé lo que pasaría: uno no puede dejarse morir cuando lo desea. Venga conmigo a ver a su hija, señor Frank, ya verá cómo le alivia las penas. Luego váyase, por el amor de Dios, aunque sólo sea esta noche, y mañana, si así ha de ser, haga lo que le plazca: matarnos a todos, si le parece, o portarse como un gran hombre a quien Dios bendecirá por los siglos de los siglos. Venga, señor Frank, le aseguro que ver dormir a un niño da paz.
         Lo condujo al piso de arriba y, casi ayudándolo a subir los primeros peldaños, llegaron a la puerta de la habitación de los niños. La mujer casi se había olvidado de la existencia del pequeño Edwin y se asustó súbitamente al verlo cuando acercó la luz amortiguada a la otra camita. Sin embargo, enseguida dejó ese rincón en sombras y con pericia alumbró solamente a la pequeña Ailsie. La niña había apartado las mantas dejando al descubierto la espalda, cuya deformidad se percibía perfectamente a través del camisón. La carita, sin el brillo de los ojos, se veía pálida y malicienta, con una expresión patética incuso mientras dormía. El infeliz padre la miraba sin pestañear, triste, anheloso y pensativo, con los ojos empañados, hasta que unos gruesos lagrimones le rodaron lentamente por las mejillas y empezó a temblar de pies a cabeza. Tanto rato la estuvo mirando que Norah se impacientó y se enfadó por perder la paciencia. Le pareció que había pasado media hora cuando por fin Frank se movió. Entonces, en vez de alejarse, cayó de rodillas al lado de la cama y hundió la cabeza en las sábanas. La pequeña Ailsie se agitó en sueños y Norah, aterrorizada, lo obligó a levantarse. El pánico le impedía concederle más tiempo, ni siquiera para una oración, porque seguro que de un momento a otro llegaría su ama. Lo agarró por el brazo con fuerza, pero, cuando ya salían, el señor Frank vio la otra cama. Se detuvo. Volvió a la realidad y apretó los puños.
         —¿El hijo de él? —preguntó.
         —De ella —contestó Norah—. Dios lo protege —añadió instintivamente, pues la expresión de Frank reavivó sus temores y tuvo necesidad de acordarse del Protector de los desvalidos.
         —A mí no me ha protegido —replicó él con desesperación, —pensando de nuevo, al parecer en el abandono y la desolación que sufría.
         Sin embargo, Norah no podía permitirse un momento de piedad. Al día siguiente lo compadecería todo lo que dictase el corazón, pero en ese momento lo acompañó escaleras abajo, cerró la puerta principal y echó el cerrojo... como si los cerrojos pudiesen impedir la entrada a la realidad.
         Volvió entonces al comedor y borró lo mejor que pudo todo rastro de la presencia de Frank. Subió a la habitación de los niños, se sentó y, llevándose una mano a la cabeza, pensó en dónde iría a parar tanta desgracia. Se le hizo eterna la espera, hasta que los señores volvieron, aunque en realidad no eran ni las once. Se oyó en las escaleras la fuerte y vigorosa voz de Lancashire y por primera vez se hizo cargo de lo desesperado y solo que se había ido el hombre que había tardado tanto en marcharse.
         Casi pierde la compostura al ver entrar a la señora Openshaw serena y sonriente, bien vestida, contenta y natural, a preguntar por los niños.
         —¿Qué tal se ha dormido Ailsie? ¿No le costó? —preguntó susurrando.
         —No.
         La madre se agachó a contemplar con mirada amorosa el suelo de la niña. ¡Qué poco se imaginaba quién la había mirado poco antes que ella! Después se acercó a Edwin, tal vez con menos inquietud infundada, pero con más orgullo. Se quitó los adornos para bajar a cenar y Norah ya no volvió a verla esa noche.
         La habitación de los niños, que estaba al lado de la puerta del corredor, se comunicaba con la de los señores Openshaw, porque así podían cuidar de ellos personalmente por la noche. A la mañana siguiente, de madrugada, la señora Openshaw se despertó al oír que Ailsie, sobresaltada, la llamaba: “¡Madre! ¡Madre!” Se levantó de un brinco, se puso la bata encima y corrió a ver a su hija. Ailsie, no despierta del todo, estaba muy asustada, como tantas otras veces.
         —¿Quién era ese hombre, madre? ¡Dímelo!
         —¿Quién, mi niña? Aquí no hay nadie. Era un sueño, mi vida. Despierta, hija. Mira, ya es de día.
         —Sí —dijo Ailsie mirando a uno y otro lado; luego se abrazó a su madre y dijo—: Pero anoche había un hombre aquí, madre.
         —¡Qué tontería, miedosilla mía! ¡Nunca se te ha acercado ningún hombre!
         —Sí, sí. Estaba ahí, al lado de Norah. Un señor con mucho pelo y barba. Y se arrodilló y rezó. Norah lo sabe —añadió un poco enfadada, al ver que su madre movía la cabeza y sonreía incrédulamente.
         —¡Bueno! Se lo preguntaremos a ella en cuanto venga —dijo la señora Openshaw en tono conciliador—; ahora vamos a dejarlo. Son las cinco de la madrugada; todavía es muy pronto para levantarse. ¿Traigo un libro y te leo un rato?
         —No te vayas, madre —dijo la niña agarrándose a Alice.
         La señora Openshaw se sentó en la cama y se puso a contarle lo que habían hecho la víspera en Richmond, hasta que la niña cerró los ojos y volvió a dormirse.
         —¿Qué le pasaba? —preguntó el señor Openshaw a su mujer cuando ésta volvió a la cama.
         —Ailsie se despertó muy asustada diciendo que había un hombre rezando en su habitación... un sueño, supongo.
         Y así quedaron las cosas, de momento.
         A las siete de la mañana, cuando la señora Openshaw se levantó, casi se le había olvidado el incidente, pero al cabo de un momento empezó a oír las voces que discutían en el cuarto de los niños: Norah estaba regañando a Ailsie, una cosa sumamente rara. El señor y la señora Openshaw, atónitos, prestaron atención.
         —¡Calla la boca, Ailsie! No quiero saber nada de tus sueños. ¡Qué no vuelva a oírte una palabra de ese cuento!
         Ailsie se puso a llorar.
         Sin dar tiempo a Alice a decir una palabra, el señor Openshaw abrió la puerta que comunicaba con la habitación de los niños.
         —¡Norah, ven aquí!
         Norah se encontraba en la puerta con aire desafiante. Se dio cuenta de que la habían oído, pero estaba desesperada.
         —¡Te prohíbo que vuelvas a dirigirte a Ailsie en ese tono ni una vez más! —dijo severamente y cerró la puerta.
         Norah se alegró muchísimo, porque temía que la interrogasen y soportó con gusto una pequeña llamada de atención por reñir a Ailsie, en vez de unas cuantas preguntas comprometedoras.
         Se dirigieron a la planta baja. El señor Openshaw llevaba a Ailsie en brazos; Edwin que era un niño fuerte, bajaba los peldaños de uno en uno, con el pie derecho siempre por delante y sin soltase de la mano de su madre. Cada niño ocupó una silla a la mesa del desayuno y el señor y la señora Openshaw esperaron al lado de la ventana haciendo planes para el día. Hubo una pausa y, de pronto el señor Openshaw se dirigió a Ailsie y le dijo: —¿Quién es la miedosilla que despierta a su pobre y cansada madre en plena noche porque sueña no sé qué de un hombre en su habitación?
         —¡Padre! Lo vi., estoy segura —dijo Ailsie casi llorando—. No quiero que Norah se enfade, pero es que yo estaba dormida, aunque ella diga que sí. Estaba durmiendo, pero me desperté del todo y me asusté mucho. Abrí los ojos un poco y vi al hombre perfectamente. Era un señor muy alto y fuerte, moreno y con barba. Y rezó. Luego miró a Edwin y entonces Norah lo agarró por el brazo, dijeron algo en voz baja y lo sacó de la habitación.
         —Veamos, mi mujercita tiene que ser razonable —dijo el señor Openshaw, que siempre trataba a Ailsie con mucha paciencia—. Anoche no había ningún hombre en casa. Sabes muy bien que aquí no vienen hombres, piénsalo, y mucho menos que suban a la habitación de los niños. Lo que pasa es que a veces soñamos que pasa algo y el sueño se parece tanto a la realidad que te aseguro, jovencita, que no eres la primera persona que afirma que todo fue realidad.
         —Pero, ¡es que no estaba soñando, de verdad! —insistió Ailsie empezando a llorar.
         En ese momento bajaron el señor y la señora Chadwick, serios y descompuestos. Estuvieron en silencio, contrariados todo el desayuno. En cuanto se retiró el servicio y los niños subieron a su cuarto, el señor Chadwick, con una actitud evidentemente preparada, preguntó a su sobrino si confiaba en la honradez de toda la servidumbre, puesto que esa mañana la señora Chadwick había echado de menos un broche muy valioso que se había puesto la víspera. Recordaba que se lo había quitado al volver del palacio de Buckingham. El señor Openshaw puso una cara tensa, como la que tenía antes de conocer a su mujer y a su hija. No había aún su tío terminado de hablar, tocó la campana y se presentó el ama de llaves.
         —Mary, ¿ayer vino alguien a casa en nuestra ausencia?
         —Vino un hombre, señor, a hablar con Norah.
         —¡Con Norah! ¿Quién era? ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
         —No le sé decir, señor. Vendría... sobre las nueve. Subí a la habitación de los niños a decírselo a Norah y ella bajó a hablar con él. Fue ella quien lo despidió, señor. Ella sabrá quién era y cuánto tiempo estuvo en casa.
         Espero un momento, por si le hacían más preguntas, pero no se las hicieron y se retiró.
         Un minuto después, cuando el señor Openshaw se disponía a salir de la estancia, su mujer le puso la mano en el brazo.
         —No hables con ella delante de los niños —le dijo, como de costumbre, en voz baja—. Voy yo arriba y le pregunto.
         —¡No! Tengo que ser yo quien hable con ella. Sepan ustedes —dijo, dirigiéndose a sus tíos —que mi señora tiene una antigua criada, la mujer más fiel que ha existido, a mi entender, en cuestión de afecto, aunque, al mismo tiempo, no siempre dice la vedad, como mi señora sabrá reconocer. Bien, pues me figuro que esta Norah nuestra ha recibido la visita de algún gandul (pues está en la edad en la que, según dicen, las mujeres rezan por casarse “con quien sea, Señor, con quien sea”), le ha dejado entrar en casa y el tipo se ha ido con el broche de mi señora tía y puede que con unas cuantas cosas más. Lo único que quiero decir es que Norah es compasiva y no se aferra a una mentira inocente, nada más, señora mía.
         Fue curioso advertir el cambio que se operó en su tono de voz, en sus ojos y en toda su expresión al hablar con su mujer; a pesar de todo, se mantuvo en sus trece. Ella sabía que no debía contradecirlo, por lo que subió a anunciar a Norah que el señor quería decirle algo y que, entre tanto, se ocuparía ella de los niños.
         Norah se levantó sin decir nada, pensando lo siguiente: “Por mí no sabrán nada aunque me arranquen la piel a tiras. Puede que él vuelva... y entonces que el Señor todopoderoso se apiade todos nosotros, porque algunos podemos darnos por muertos. Pero no seré yo quien diga una palabra”.
         Es fácil imaginarse la determinación con que se enfrentó al señor en el comedor, mientras que el señor y la señora Chadwick dejaban el asunto en manos de su sobrino al ver que se lo tomaba con tanto interés.
         —¡Norah! ¿Quién era el hombre que entró ayer en mi casa?
         —¡Un hombre, dice, señor! —replicó ella, como si le sorprendiera infinitamente, pero haciéndolo sólo por ganar tiempo.
         —Sí, el hombre al que abrió Mary la puerta y subió a anunciarte a la habitación de los niños, el mismo al que bajaste a recibir y al que sin duda llevaste a la habitación de los niños para hablar con él; el mismo que vio Ailsie y con el que después soñó y creyó ¡pobre infeliz!, que estaba rezando, nada más lejos de sus pensamientos, en realidad, estoy seguro; el mismo que hurtó el broche de la señora Chadwick, valorado en diez libras. ¡Vamos, Norah! ¡No lo niegues! Sé que no sabías nada del robo tan bien como que me llamo Thomas Openshaw. Creo que han abusado de tu buena fe, ésa es la vedad. Algún gandul te anda engatusando y tú has hecho lo mismo que todas las mujeres: acogerlo en tu corazón; él vino anoche a hacerte la corte y te lo llevaste a la habitación de los niños; él aprovechó la oportunidad y arrambló con algunas cosas al marcharse. ¡Vamos, Norah! No te culpo a ti, pero, para otra vez no seas tan tonta. Dinos —prosiguió—¿cómo te dijo que se llamaba, Norah? Estoy seguro que te mintió, pero al menos será una pista para la policía.
         Norah se irguió.
         —Puede usted repetir la pregunta y mofarse de mí llamándome solterona y crédula a su antojo, señor Openshaw, pero no le diré ni una palabra. En cuanto al broche y al robo si algún amigo ha venido a verme alguna vez (cosa que no podría usted demostrar porque no ha sucedido jamás), sería una persona tan incapaz de hacer una cosa así como usted mismo o incluso más, por cierto; pues no estoy nada segura de que todo lo que usted tiene haya llegado a sus manos como Dios manda, ni creo que pudiese conservarlo mucho tiempo si a cada hombre se le diera lo suyo.
         Naturalmente, ella se refería a Alice, pero él entendió que aludía a sus bienes muebles e inmuebles.
         —¡Vamos, mujer! —dijo él—, voy a decirte sinceramente que jamás he confiado en ti, pero mi señora te aprecia mucho y creí que tenías algunas buenas cualidades. Ya que has sido tan insolente conmigo, haré que te detenga la policía, que te juzguen y te arranquen la verdad si no me la dices ahora por las buenas. Bien, lo mejor que puedes hacer es decirme llanamente quién es ese hombre, porque óyeme bien: viene un hombre a mi casa, pregunta por ti, lo llevas arriba, al día siguiente se descubre que ha desaparecido un broche, sabemos que Mary, Cook y tú sois honradas, pero te niegas a decirnos quién era ese hombre. Lo cierto es que ya has mentido una vez cuando dijiste que anoche no había venido nadie aquí. Bien, ahora simplemente te pregunto ¿qué crees que pensaría de todo esto un policía o un juez? Un juez te obligaría a decir la verdad inmediatamente, mujer.
         —No ha nacido el ser que me pueda arrancar una palabra —dijo Norah —si yo no la quiero decir.
         —Comprendo que... —dijo el señor Openshaw, furioso por la actitud desafiante de Norah. Sin embargo, se contuvo y, antes de seguir hablando, cambió de parecer—. Norah, por el bien de tu señora, no me hagas buscar soluciones extremas. Sé razonable, si puedes. Al fin de cuentas, tampoco es una desgracia tan grande que, se hayan aprovechado de ti. Te lo pregunto una vez más, como amigo, ¿quién era ese hombre al que dejaste entrar en casa anoche?
         No hubo respuestas. El señor repitió la pregunta con impaciencia, pero inútilmente. Norah cerró la boca, dispuesta a no soltar prenda.
         —En tal caso, sólo se puede hacer una cosa. Llamare a un policía.
         —No va a llamarlo —dijo Norah adelantándose—¡No va a llamarlo, señor! Ningún policía me pondrá la mano encima. No sé nada del broche, pero lo que sé es que desde cumplí los veinticuatro he procurado por su mujer más que por mí misma: desde el mismo momento en que la vi, una pobre niña sin madre, maltratada en casa de su tío, ¡siempre la he servido a ella antes que a mí misma! La he cuidado, a ella y a su hija, como nunca me cuidó nadie a mí. No le hecho la culpa a usted, señor, pero digo que es un error dar la vida por otro, porque al final ese otro se vuelve contra uno y lo abandona. ¿Por qué no viene mi señora a interrogarme? ¿Acaso ha ido a llamar a la policía? Pero no voy a quedarme esperando ni por la policía ni por el juez ni por usted, señor. Son ustedes un hatajo de desgraciados. Creo que les ha caído una maldición. Me marcho hoy mismo. ¡Sí! También abandono a la pobre Ailsie. ¡Me voy! ¡Serán desgraciados para siempre!
         Esas palabras dejaron completamente atónito al señor Openshaw; no entendió la mayor parte, como es fácil suponer. Norah salió del comedor sin darle tiempo a pensar en algo que decir. En mi opinión, él no tenía la menor intención de mandar a la policía a detener a la criada que tantos años había servido a su mujer, pues jamás, ni por un momento, había dudado de su honradez. Lo que pretendía era convencerla de que le dijera quién era ese hombre y, al no conseguirlo, se dejó ganar por la estupefacción. Y eso lo enfureció mucho. Muy contrariado y perplejo, dijo a sus tíos que no había conseguido arrancar una palabra a la criada, que la víspera había entrado un hombre en la casa pero que la mujer se negaba a decir quién había sido. En ese momento entró su mujer, muy alterada, y preguntó qué había pasado, con Norah, porque, presa de un arrebato, había recogido sus cosas con gran premura y se había marchado.
         —Me parece muy sospechoso —dijo el señor Chadwick—. Una persona honrada no se comportaría así.
         El señor Openshaw guardó silencio. Estaba muy desconcertado y disgustado. En cambio, la señora Openshaw se volvió súbitamente contra el señor Chadwick con una fiereza desconocida en ella.
         —Usted no conoce a Norah, tío. Se ha ido porque le ha herido profundamente que sospecháramos de ella. ¡Ay, cuánto lamento no haberla visto, no haber hablado con ella personalmente! A mí me habría dicho lo que fuera. —Alice se retorcía las manos.
         —Debo confesar —prosiguió el señor Chadwick dirigiéndose a su sobrino en voz baja —que no te entiendo. Antes eras hombre de pocas palabras y acción inmediata, más de acción que de palabras casi siempre, pero, ahora que tienes todos los motivos para sospechar, no haces nada. Tu mujer es muy buena, te lo aseguro, pero podrían haberla engañado como a cualquiera, supongo. Si no llamas tú a la policía, la llamo yo.
         —Muy bien —replicó ásperamente el señor Openshaw—. No me explico lo que le pasa a Norah. No se lo explica ni ella misma, como creo que podría hacerlo, si quisiera. Sólo digo que me lavo las manos, pues estoy convencido de que es honrada; ha vivido mucho tiempo con mi mujer y no quiero que caiga sobre ella la vergüenza.
         —Pero así se verá obligada a explicarse, y eso, en cualquier caso, será lo mejor.
         —¡Muy bien, muy bien! Me pone malo todo este asunto. Ven, Alice, subamos a ver a los niños; deben de estar muy tristes. ¡Se lo advierto, tío! —dijo, volviéndose de nuevo al señor Chadwick súbitamente y con rotundidad, al ver el rostro descolorido, lloroso y anhelante de Alice—. ¡No daré parte a la policía, a pesar de todo! Hoy mismo comparé a mi tía un broche el doble de bonito, pero no denunciaré a Norah ni disgustaré a mi señora. Haga usted lo que quiera.
         Salieron los dos de la estancia. El señor Chadwick esperó en silencio a que no pudieran oírle para decir a su mujer: —Diga Tom lo que diga, voy a ir a buscar a un inspector sin decirle a nadie, mujer. Puedes hacer como si no supieras nada.
         Fue a la comisaría y denunció el caso. Le agradó que las pruebas contra Norah parecieran convencer a los agentes. Todos ellos le dieron la razón e inmediatamente tomarían medidas para localizar su paradero. En su opinión, probablemente habría ido sin demora a ver al hombre que, según todos los indicios, era su amante. Cuando el señor Chadwick les preguntó cómo la obligarían a confesar, ellos le sonrieron, sacudieron la cabeza y aludieron a medios y procedimientos misteriosos pero infalibles. Regresó a casa de su sobrino, creyéndose muy sagaz. Encontró su mujer muy contrita.
         —¡Ay, mi señor! ¡He encontrado el broche! ¡Se había quedado enganchado por el alfiler en el volante del traje marrón de seda que llevaba puesto ayer! Me lo quité con tanta prisa que debió de prenderse en él y después colgué el vestido en el armario. Hace un momento, cuando iba a doblarlo, ¡apareció el broche! Estoy muy avergonzada, pero ¡en ningún momento se me ocurrió que lo pudiera haber perdido!
         El marido farfulló unas palabras de este estilo: —¡Maldita sea! ¡Tú y tu broche! Me arrepiento de habértelo regalado.
         Cogió el sombrero y volvió presuroso a la comisaría con la esperanza de llegar a tiempo de impedir que se iniciase la búsqueda de Norah, pero ya había iniciado las pesquisas un agente.
         ¿Dónde se encontraba Norah? Medio enloquecida por el peso del terrible secreto, apenas había dormido en toda la noche pensando en lo que debía hacer. Y en ese turbulento estado de ánimo se hallaba cuando Ailsie empezó a hacerle preguntas que indicaban que había visto al “señor”, como lo llamaba la niña sin saber que era su padre. Después, las sospechas sobre su honradez. Poco le faltaba para enloquecer del todo cuando se lanzó escaleras arriba, cogió el sombrero y el manto y se marchó dejando todo lo demás, hasta el monedero. No estaba dispuesta a seguir en esa casa, era lo único que sabía o lo único que podía explicarse. Ni siquiera se despediría de los niños, pues temía derrumbarse. Pero lo que más temía, más que cualquier otra cosa, era que el señor Frank volviera a presentarse a reclamar a su mujer. No sabia como toleraría el dolor tan tremendo que sería para ella, si se quedaba, presenciar semejante suceso. El mayor motivo de su partida fue el deseo de huir del inminente desenlace, más que el disgusto por haber visto su honradez puesta en duda, aunque eso fue lo que la impulsó a tomar la decisión. Salió a una velocidad casi temeraria, llorando como no se había atrevido a hacer en toda la noche por temor a llamar la atención. De pronto se detuvo. Se le ocurrió la idea de salir de Londres e ir a Liverpool, su ciudad natal. Al acercase a la estación de Euston Square con tal intención, se palpó el bolsillo buscando el monedero, pero lo había dejado en casa. Con gran dolor de cabeza y los pobres ojos hinchados de tanto llorar, tuvo que parar y ponerse a pensar adónde dirigir sus pasos. De pronto le vino la idea de ir a buscar al infeliz señor Frank. No lo había tratado con afecto la noche anterior, aunque, desde entonces, su aflicción por él no se había debilitado ni un momento. Se acordó de que, al pedirle sus señas mientras lo echaba de la casa casi a empujones, le había dicho algo de un hotel en una calle de los alrededores de Euston Square. Hacía allí se encaminó, aunque no sabía con qué propósito, si no era el de descargar el peso de la conciencia diciéndole lo mucho que le compadecía. Le pareció que, en su situación, no era la persona más indicada para dar consejos, convencer, ayudar o hacer por otro algo más que comprenderlo y llorar. En la hospedería le dijeron que había estado allí una persona de sus características, que había llegado el día anterior y que había salido poco después dejando el equipaje bajo su custodia, pero que no había vuelto a presentarse. Norah pidió permiso para quedarse a esperarlo. La patrona —confiando en que nada perdería, puesto que tenía el equipaje en depósito —la condujo a una habitación y sigilosamente cerró la puerta con llave desde fuera. Norah, completamente agotada, cayó en un sueño inquieto, agitado y poco reparador por espacio de unas horas.
         Entre tanto, el agente de policía había dado con ella poco antes de que llegase a la hospedería y le siguió los pasos. Después de pedir a la patrona que la retuviese una hora más o menos, sin darle otra razón que su autoridad (con lo cual la patrona se felicitó mucho por haberla encerrado ya), regresó a la comisaría a informar de sus pesquisas. Habría podido detenerla en el momento, pero su objetivo consistía en dar con la pista del hombre que supuestamente había cometido el robo. Entonces se enteró de la aparición del broche y, lógicamente, no se molestó en volver a la hospedería.
         Norah durmió hasta que la tarde de verano empezó a dar paso al anochecer. Entonces se despertó. Había alguien en la puerta. Sería el señor Frank; adormecida, se echó hacia atrás el cabello, despeinado y canoso, que le tapaba los ojos, y se levantó esperando verlo. En cambio, vio entrar al señor Openshaw acompañado por un policía.
         —Ésta es Norah Kennedy —dijo el señor Openshaw.
         —¡Ay, señor! Yo no he tocado el broche, no lo he tocado. ¡Ay, señor, prefiero morir antes de saber que piensan de mí cosas tan malas!
         Desencajada y sin fuerzas, cayó de repente al suelo. Para su gran asombro, el señor Openshaw la levantó con ternura e incluso el policía lo ayudó a tumbarla en el sofá y, a requerimiento del señor Openshaw, se fue a buscar vino y sándwiches, pues la pobre y demacrada mujer yacía como muerta de agotamiento y desazón.
         —¡Norah! —dijo el señor Openshaw con su más dulce voz—. Ha aparecido el broche. Se había quedado prendido en el vestido de la señora Chadwick. Te ruego que me perdones. Te pido sinceramente que me perdones por haberte causado tanto trastorno. Mi mujer está desecha de dolor. Come, Norah... o, un momento, bebe primero este vaso de vino —dijo, al mismo tiempo que le levantaba la cabeza y le hacía tomar un sorbo.
         Mientras bebía, Norah recordó dónde estaba y a quién estaba esperando. De pronto apartó al señor Openshaw y le dijo.
         —¡Ay, señor! ¡Márchese! ¡No se detenga ni un minuto! Porque, si vuelve él, lo matará a usted.
         —Pero, Norah, no sé quién es “él”. Sin embargo, una persona a la que no conozco se ha marchado y nunca volverá; una persona que te conocía y a la que me temo que estimabas mucho.
         —No lo comprendo, señor —dijo Norah, más asombrada por el afecto y la aflicción de su señor que por sus palabras.
         El policía había salido de la habitación a petición del señor Openshaw y se encontraban los dos solos.
         —Entiendes lo que quiere decir que una persona se ha ido y que jamás volverá. ¡Quiere decir que ha muerto!
         —¿Quién? —dijo Norah, temblando de pies a cabeza.
         —Esta mañana ha hallado a un pobre hombre ahogado en el Támesis.
         —¿Se tiró al agua él solo? —preguntó Norah, muy seria.
         —Sólo Dios lo sabe —contestó el señor Openshaw en el mismo tono que ella—. En los bolsillos le encontraron tu nombre y dirección; fue lo único que rescataron del cadáver, eso y su cartera. Lamento mucho decirlo, mi pobre Norah, pero es necesario que vayas a identificarlo.
         —¿Para qué? —preguntó Norah.
         —Para decirles quién es. Es lo que se hace siempre, para poder encontrar alguna explicación o motivo del suicidio... si es que lo ha sido. No me cabe ninguna duda de que es el hombre que fue a verte ayer a casa. Comprendo que es muy triste.
         Así habló, deteniéndose a cada breve frase, dándole tiempo a recobrar los sentidos poco a poco, pues le parecía que se le iban por momentos, de tan triste y fuera de sí como estaba.
         —Señor Openshaw —dijo ella al fin—, tengo un secreto terrible que contarle... pero con la condición de que no se lo cuente usted a nadie, de que quede para siempre entre usted y yo. Esperaba guardarlo para mí sola, pero veo que no puedo con ello. Ese infeliz... ¡sí!, el muerto, el ahogado, es, mucho me tempo, ¡el señor Frank, el primer marido de mi señora!
         El señor Openshaw se sentó como si le hubieran pegado un tiro, sin decir una palabra, hasta que, al cabo de un rato, pidió a Norah, con un gesto, que continuase.
         —Vino a verme anoche cuando, gracias a Dios, estaban todos ustedes en Richmond. Me preguntó si su mujer estaba muerta o viva. Yo, como un asno, pensando antes en el regreso de ustedes que en el amargo trance en el que se encontraba él, le traté con rudeza y le dije que ella se había casado otra vez contenta y satisfecha. Le di la espalda completamente... ¡y ahora está muerto y frío!
         —¡Qué Dios me perdone! —dijo el señor Openshaw.
         —¡Qué nos perdone a todos! —dijo Norah—. Seguro que el muy infeliz no necesita el perdón tanto como cualquiera de nosotros. Había estado entre salvajes... Naufragó y no sé cuántas desventuras más, y había escrito cartas que su mujer nunca recibió.
         —¡Y vio a su hija!
         —La vio... ¡sí! Lo llevé a su habitación, para ver si le hacia cambiar de idea, pues me pareció que se estaba volviendo loco. Vine aquí a buscarlo, tal como casi le había prometido. Tuve un mal pálpito cuando me dijeron que no había vuelvo a la hospedería. ¡Ay, señor, tiene que ser él!
         El señor Openshaw tocó la campanilla. Norah estaba tan anonadada que apenas se dio cuenta, pero el señor pedió recado de escribir, redactó una carta y le dijo: —Escribo a Alice para decirle que ineludiblemente debo ausentarme unos días, que te he encontrado, que estás bien, que le mandas todo tu cariño y que mañana vuelves a casa. Tienes que venir conmigo a la comisaría a declarar, tienes que identificar el cadáver. Pagaré lo que sea necesario para que no salgan en la prensa nombres ni otros pormenores.
         —Pero ¿adónde va usted, señor?
         —El no respondió enseguida; al cabo de un momento dijo: —¡Norah! Tengo que ir contigo a ver la cara del hombre al que tanto daño he hecho... sin pretenderlo, cierto es, pero al que tengo la sensación de haber matado. Le daré un entierro como si de mi propio hermano se tratara. ¡Cuánto me habrá odiado! No puedo volver a casa, con mi mujer, hasta que se haga por él cuanto esté en mi mano. Iré después y con el peso de un secreto horrible, del que jamás volveré a hablar tan pronto como pasen estos días. Sé que tú harás lo mismo.
         Se dieron un apretón de manos y jamás volvieron a tratar el asunto entre ellos.
         Al día siguiente, Norah volvió a casa con Alice. No se habló una palabra de su huida repentina, hacía un par de días. En la carta, el señor Openshaw le encargaba que no hiciera la menor alusión al supuesto robo del broche, y ella, que siempre obedecía en todo a quienes quería, tanto por naturaleza como por costumbre, guardó silencio y se limitó a recibir a Norah con el mayor respeto y ternura, en compensación por la injusta sospecha.
         Tampoco inquirió por los motivos de la ausencia de su marido, a pesar de la visita de sus tíos, puesto que había dicho que debía ausentarse ineludiblemente, sin embargo, a partir del momento en que regresó, taciturno y silencioso, se operaron en él cambios curiosos. Se volvió más reflexivo y tal vez menos activo; su talante decidido no varió, pero sí cambiaron las reglas por las que se regía. Con Alice, ya no podía prodigarse más que de costumbre, pero a partir de entonces pareció atribuirle un carácter sagrado y empezó a tratarla con tanta reverencia como ternura. Prosperó en los negocios, amasó una gran fortuna y puso la mitad a nombre de su mujer.
         Muchos años después de estos sucesos, apenas unos meses después de que Alice falleciera, Ailsie y su “padre” (pues nunca dejó de llamar así al señor Openshaw) fueron a un cementerio situado a una corta distancia de la ciudad; la doncella la llevó hasta una tumba determinada y después le ordenaron regresar al carruaje. La inscripción de la lápida decía F. W. y una fecha nada más. Sentado junto a la sepultura, el señor Openshaw le contó la historia y, por el triste destino de ese infeliz padre al que Ailsie no había conocido, la muchacha le vio derramar lágrimas por primera y última vez en su vida.

         —Muy interesante la historia de principio a fin —dije, mientras Jarber, triunfante, doblaba el documento del primero de los descubrimientos que había hecho—, una historia que va directa al corazón... sobre todo al final. Sin embargo... —me detuve y miré a Trottle.
         Trottle manifestó sus objeciones enseguida en forma de tos.
         —¡Bien! —dije, empezando a perder la paciencia—. ¿Es que no entiende que quiero oírle decir algo, no toser?
         —Sí, señora —dijo Trottle con una obcecación respetuosa que habría desquiciado a un santo—. ¿En relación, supongo, con esa historia, señora?
         —¡Sí, sí! —dijo Jarber—. Oigamos todo lo que tiene que decir este buen hombre.
         —Bueno, señor —respondió Trottle—, me gustaría saber por qué nadie alquila la casa de enfrente, pero no parece que su relato responda a esa pregunta. Eso es lo único que tengo que decir.
         En ese momento me habría gustado llevar la contraria a mi obstinado criado, pero, aunque la historia era excelente en sí misma, me dio la impresión de que Trottle había puesto el dedo exactamente en la llaga, en lo que al propósito concreto de la lectura de Jarber se refería.
         —Con que eso es lo único que tiene usted que decir, ¿no? —repitió Jarber—. Entro aquí anunciando que he hecho una serie de descubrimientos y al momento saca usted la conclusión de que mis recursos se agotan con el primero de ellos. ¿Cuento con su permiso, mi estimada señora, para iluminar a este sujeto obtuso, si posible fuere, mediante la lectura del siguiente?
         —Voy con retraso en el cumplimiento de mis deberes, señora —dijo Trottle acercándose a la puerta en cuanto di permiso a Jarber para continuar.
         —¡Quédese donde está! —dije en el tono más perentorio que pude—, y dé al señor Jarber la oportunidad que se merece de responder a su objeción, puesto que la ha hecho.
         Trottle se sentó con cara de mártir y Jarber inició la lectura de espaldas a su enemigo con más decisión que nunca.


         ENTRAR EN SOCIEDAD


         CHARLES DICKENS


         EN una de sus malas épocas, la casa cayó en manos de un hombre de circo. Figuraba en calidad de arrendatario en los correspondientes registros parroquiales y, por tanto, no fue necesario indagar mucho para averiguar su nombre. Por el contrario, seguirle la pista no fue tan sencillo, pues, debido a la vida itinerante que llevaba, las gentes sedentarias lo habían perdido de vista y las que presumían de respetables se avergonzaban de reconocer que alguna vez hubieron sabido algo de él. Por último, entre los fangales que desde las orillas del río se extienden por los aledaños de Deptford y las huertas vecinas, se halló a un personaje canoso, vestido de pana, con la cara tan curtida por la vida a la intemperie que parecía un tatuaje, estaba fumando en pipa a la puerta de una casa de madera sobre ruedas. La casa, en la desembocadura de un arroyo lodoso, pasaba allí el invierno, y todo lo que la rodeaba —el neblinoso río, los brumosos fangales y las vaporosas huertas —echaba humo también, en compañía del hombre canoso. En medido de la reunión de ahumadores, no se quedaba atrás el humero de l chimenea de la casa de madera sobre ruedas, pues enristraba su pipa con camaradería, como todo lo de alrededor.
         Cuando le preguntaron si era él quien en una ocasión había arrendado la casa de alquiler, el hombre canoso vestido de pana puso cara de asombro y respondió que sí. Y que si se apellidaba Magsman. Que sí, que se llamaba Toby Magsman..., de Robert, pero Toby desde pequeño. Y que no lo buscarían por nada malo, ¿verdad? Y que si era sospechoso de algo... ¡que se lo dijeran inmediatamente!
         Que no era nada de eso, que se tranquilizase. Solamente estaban indagando algunos datos sobre la casa y que si no le importaría contar por qué la había dejado.
         Que no, en absoluto, ¿Por qué iba a importarle? Que la había dejado por lo del enano.
         ¿Qué por lo del enano?
         Que por lo del enano, recalcó el señor Magsman con énfasis.
         Que si sería compatible, según las inclinaciones y conveniencias del señor Magsman, hacer el favor de aclarar algunos detalles.
         El señor Magsman aclaró lo que sigue a continuación.
         Para empezar, fue hace mucho tiempo, antes de que quitasen las loterías y tantas cosas más. El señor Magsman andaba buscando un buen sitio donde acampar y, al ver la casa, se dijo: “Serás mía, si de alguien puedes ser. Si tienes un precio, mía serás”.
         Los vecinos lo criticaban y protestaban, pero el señor Magsman no sabía cómo complacerlos. Era una cosa deliciosa. En primer lugar, el cartel que anunciaba a un gigante con calzón español y gorguera (el propio gigante levantaba hasta la mitad de la casa), que izamos con cuerda y polea hasta un poste del tejado, es decir, que la mollera le llegaba al parapeto mismo. Después, el cartel de la mujer albina exhibiendo su blanca cabellera ante el ejército y la marina correctamente uniformados. Luego, el cartel que anunciaba a un indio salvaje arrancando la cabellera a un individuo extranjero. Después, el hijo del un colono británico preso de dos boas constrictor (aunque no tuvimos nunca ni hijos ni boas constrictor). Además, el de un asno silvestre de las praderas, aunque tampoco tuvimos nosotros nunca asnos silvestres, ni los habríamos querido ni regalados. Por último, el cartel que anunciaba al enano, en el que salía igualmente (salvando las distancias) el rey Jorge IV, en un estado de pasmo tal que ni Su Majestad, con su máxima cortesía y firmeza, era capaz de expresar. La fachada de la casa quedó tapada con los carteles a tal punto que en las habitaciones de ese lado nunca entraba ni un resquicio de luz. El de ATRACCIONES MAGSMAN, de cuatro metros y medio de largo por sesenta centímetros de altura, tapaba la puerta principal y las ventanas de la sala. El corredor era una pérgola de paño verde y plantas, donde tocaba a todas horas un organillo. En cuanto a la respetabilidad... si tres peniques no son dignos de respecto, ¿qué lo es?
         Sin embargo, lo importante ahora era el enano y valía los tres peniques. Lo anunciábamos con el título de COMANDANTE TPSCHOFFKI, DE LA REAL BRIGADA BULGRADIANA. Era un nombre impronunciable, por eso se lo pusimos, precisamente. En general, el público lo llamaba Chopski, y de ahí, Chops, por abreviar, pero también porque su verdadero apellido, si alguna vez lo tuvo (cosa muy dudosa), era Stakes8.
         Lo cierto es que era un hombre extraordinariamente pequeño, aunque, desde luego, no tanto como se pretendía hacer creer, pero ¿quién puede decir cuándo empieza uno a ser enano? Como decía, era un hombre extraordinariamente pequeño con una mollera extraordinariamente grande, pero lo que tenía en ella no lo supo nunca nadie, más que él mismo; eso, suponiendo que alguna vez llegase a hacer el inventario, un esfuerzo ímprobo incluso para él.
         ¡Era el hombrecillo más amable que jamás se haya criado! Animoso, pero no engreído. Cuando viajaba con el niñito moteado —aunque sabía que, si él era un enano natural, al niño, en cambio, le pintaban las motas artificialmente—, lo cuidaba como una madre. Jamás se lo oyó insultar al gigante. Lo que sí se permitía era hablar con dureza de la mujer gorda de Norfolk, pero eso era una cuestión de sentimientos, porque, cuando una mujer juega con los sentimientos de un hombre y luego prefiere a un indio, ese hombre no es dueño de sus actos.
         Siempre estaba enamorado, claro, como todos los fenómenos humanos naturales, y siempre de una mujer grande. En mi vida he conocido a un enano que pudiera enamorarse de una mujer pequeña. Eso también contribuya a que sigan siendo las curiosidades que son.
         Tenía una sola idea en su gran mollera, y algo debía de significar o, de lo contrario, no la habría tenido. Siempre fue de la opinión de que tenía derecho a la propiedad. Nunca tuvo nada a su nombre. A él le había enseñado a escribir el joven sin brazos, el cual se ganaba la vida con los pies (dominaba la escritura como un maestro y enseñó a mucha gente), pero Chops se habría muerto de hambre antes que ganarse ni un mendrugo poniendo la mano sobre un papel. Esto es lo más curioso que cabe recordar, porque lo cierto es que ¡no tenía propiedades ni esperanza de tenerlas, sólo la casa y un platillo! Cuando digo “la casa” entiéndase una caja pintada que plantaba en el exterior como si fuera la vivienda más lujosa y en la que entraba arrastrándose, con un anillo de diamante (o que casi lo parecía) en el índice, y tocaba una campanilla asomado a una venta que al público le parecía la del salón. Y cuando digo “un platillo” entiéndase un palto de porcelana, que pasaba al final de cada espectáculo y del que se quedaba la recaudación. Decía unas palabras que me las copió a mí: “Damas y caballeros, ahora el hombrecillo va a dar tres vueltas a la caravana y después se retira detrás del telón”. En la vida privada, cuando decía algo importante, casi siempre empezaba con esas mismas palabras y, más o menos, también con ellas se despedía de mí por la noche antes de irse a dormir.
         A mi entender, no le faltaba cabeza... una cabeza poética. Cuando más y mejores ideas se le ocurrían respecto a su propiedad era cuando se sentaba en su organillo y le dábamos a la manivela. Al cabo de un rato, cuando se había empapado bien en la vibración, gritaba: —¡Toby, ya llegan mis propiedades...! ¡Lo noto! ¡Dale al manubrio! ¡Cuento las guineas por millares, Toby: dale al manubrio! ¡Toby voy a ser rico! Oigo dentro de mí el tintineo de las monedas, Toby, ¡y voy cargado al Banco de Inglaterra!
         Ahí se demuestra la influencia de la música en una cabeza poética. No es que sólo le gustase la música del organillo, sino todo lo contrario: la aborrecía.
         Guardaba al público algo parecido a un rencor eterno, característica que puede apreciarse en muchos fenómenos humanos que viven de lo que son. Lo que más le irritaba de las condiciones de su profesión era que lo dejaban al margen de la sociedad. Siempre decía.
         —Toby, tengo la ambición de entrar en sociedad. La maldición de trabajar con el público, como yo, es que me deja fuera de la sociedad. A un animal ruin, como un indio, no le importa nada, porque no está educado para la sociedad. Tampoco le importa a un niño moteado, porque tampoco está educado para eso... pero yo sí.
         Nadie supo nunca lo que hacía Chops con su dinero; cobraba un buen salario, que se embolsaba todos los sábados al final del día, aparte de la comida, pero comía como un pajarito, aunque todos los enanos comen como pajaritos. Con el platillo se sacaba algo más, le daban muchos medios peniques y juntaba todos los de la semana y los llevaba atados en un moquero. ¡Y aún así nunca tenía dinero! Y no podía ser por la Mujer Gorda de Norfolk, como se creyó una vez, porque sería de tontos que, cuando tienes manía a un indio que te hace rechinar los dientes en sus narices y que no puede volverse contra ti cuando lo pinchas delante de todos mientras ejecuta su danza de guerra, sería de tontos, en esas circunstancias, privarte tú para el que indio se pegue la gran vida.
         El misterio salió a relucir cuando menos se esperaba, un día en las carreras de Egham. El público se resistía a entrar y Chops tocaba su campanilla por la ventana del salón, y, arrodillado, sacando las piernas por la parte de atrás —porque no se podía meter en la casita si no era de rodillas, pero no le cabían las piernas dentro—, me gritaba por encima del hombro: —¡Mira qué cantidad de público hay ahí! ¿Por qué demonios no entran todos en tromba?
         De pronto, un hombre de la multitud levanta una paloma mensajera y anuncia: —Atención, todos los que tengan boletos: ya tenemos el resultado del sorteo, y el número agraciado con la suerte del gran premio es el ¡tres, siete, cuarenta y dos!
         Estaba yo pensando que se llevaran las Furias al hombre ese por distraer la atención del público (porque el público deja de hacerte caso en cualquier momento para atender a otra cosa y, si no me cree, convóquelo usted para lo que sea y le aseguro que, si manda a un par de ellos que llegue tarde, verá cómo dejan todos de prestarle atención y se vuelven a mirar a los tardones). Pues, como iba diciendo, no estaba nada satisfecho con ese hombre por llamar la atención de la gente y me puse a maldecir su nombre para mis adentros, cuando veo la campana de Chops salir volando por la ventana del salón, y el tipo que se levanta, que suelta un puntapié a la caja dejando el truco a la vista de todos, que me agarra por las pantorrillas y dice: —Lléveme a la caravana, Toby, y écheme un caldero de agua por encima porque es que estoy muerto ¡o he encontrado mis propiedades!
         Las ganancias de Chops sumaron unas doce mil y pico libras. El medio boleto que había comprado para el sorteo de veinticinco mil salió premiado. Lo primero que hizo con sus bienes fue retar al indio salvaje a luchar por quinientas libras por barba, el indio con garrote y él con una aguja de zurcir envenenada; pero como el indio no podía igualar la cantidad, la cosa no prosperó.
         Después de pasar una semana fuera de sí, es decir, en un estado mental en el que, si le hubieran dejado sentarse en el organillo, aunque sólo fuera dos minutos, seguro que habría reventado (pero se lo escondimos), el señor Chops volvió en sí y nos trató a todos con maravillosa generosidad. Luego mandó llamar a un joven al que conocía, de gallarda figura, que hacía de gancho en un garito de apuestas (muy bien educado, pues su padre había destacado en el negocio de caballerías de postas, pero dio un infortunado traspiés comercial al pintar de ruano a un viejo jamelgo gris y venderlo con pedigrí), y habló Chops al galán, quien dijo llamarse Normando, lo cual no era cierto, de la siguiente manera: —Normandy, voy a entrar en sociedad. ¿Quieres venir conmigo?
         Y Normandy respondió:
         —¿Debo entender, señor Chops, que me dice usted que todo el dispendio que acarreará ese acto correrá a cargo de usted?
         —En efecto —dijo el señor Chops—, y además tendrás una asignación principesca.
         El galán subió al señor Chops a una silla para darle un apretón de manos y, con los ojos aparentemente empañados de lágrimas, replicó poéticamente:

Está mi barca en la orillay está mi nave en la mar,yo sólo pido a la vidaacompañarte por siempre jamás9.
         Y a entrar en sociedad que se fueron en un carrocín tirado por cuatro caballos grises con gualdrapa de sedad. Se alojaron en Pall Mall (Londres) y no pararon.
         Al año siguiente, en otoño, tras recibir una invitación en la feria de Bartlemy por medio de un criado magníficamente ataviado con chaqueta y cordones blancos como la leche, la noche de la cita me aseé y fui a Pall Mall. Encontré a los caballeros tomando el vino después de la cena, y el señor Chops estaba más cariacontecido de lo que me pareció recomendable. Eran tres en total (que habían cenado en compañía, quiero decir) y yo conocía al tercero. La última vez que lo había visto llevaba camisa católica blanca y mitra de obispo cubierta de piel de leopardo y tocaba muy mal el clarinete en una banda que acompañaba un número de fieras salvajes.
         El caballero fingió que no me conocía y el señor Chops dijo: —Caballeros, les presento a un viejo amigo de tiempos perdidos.
         Normandy se puso un monóculo para mirarme y dijo: —¡Magsman, me alegro de verlo!
         Pero juro que no era cierto. Para alcanzar la mesa, el señor Chops tenía por silla un trono (muy parecido al del lienzo de Jorge IV), pero no me pareció un rey ni mucho menos, ni sentado en él ni de ninguna otra manera, porque quienes daban las órdenes como emperadores eran sus dos caballeros. Iban vestidos como para el primero de mayo... ¡con magnificencia! En cuanto al vino, nadaban en caldos de todas clases.
         Probé de todas las botellas, primero por separado (por presumir de haberlas probado), y después las mezclé todas (por presumir de haberlas mezclado), y luego probé a mezclar sólo dos, mitad y mitad, y a continuación las otras dos. En general, pasé una velada agradable, aunque me aturdí un poco, hasta que me pareció apropiado levantarme y decir: —Señor Chops, hasta el mejor amigo debe marcharse. Le agradezco la variedad de caldos foráneos que tan generosamente me ha ofrecido; espero volver a verlo pronto en vino tinto y aquí me despido.
         El señor Chops replicó:
         —Si me saca de aquí dándome el brazo derecho, Magsman, y me baja, lo acompaño a la puerta.
         Le dije que ni se le ocurrieses, pero él se empeñó, con que lo saqué del trono. Olía mucho a Madeira y, cuando lo bajaba por las escaleras, no pude sino pensar que bajaba una gran botella de vino con un tapón muy feo y bastante desproporcionado.
         Cuando lo posé en el felpudo del recibidor, me agarró por el cuello del abrigo y así me obligó a quedarme cerca de él, y me dijo al oído: —No soy feliz, Magsman.
         —¿Qué le sucede, señor Chops?
         —Me maltratan. Son desagradecidos. Me dejan en la repisa de la chimenea cuando no quiero comprar más vino de champán y me encierran en el aparador cuando no quiero compartir mis bienes.
         —Despídalos, señor Chops.
         —No puedo. Estamos juntos en la sociedad, ¿y qué diría la sociedad?
         —¡Deje la sociedad! —dije yo.
         —No puedo. No sabe usted lo que es esto. Cuando se entra en ella, ¡ya no se puede salir!
         —En tal caso, si me permite que se lo diga, señor Chops —repliqué moviendo la cabeza con pesar—, es una verdadera lástima que entrase usted en ella.
         El señor Chops agitó su gran mollera con asombroso vigor y se abofeteó muchas veces con la mano, con una saña de la que no le habría creído capaz. A continuación dijo: —Es usted un buen hombre, pero no entiende nada. Buenas noches, siga su camino. Ahora, Magsman, el hombrecillo va a dar tres vueltas a la caravana y después se retira detrás del telón.
         Aquella vez lo vi por última vez intentando, extremadamente ido, subir las escaleras de peldaño en peldaño a cuatro patas. Eran muy empinadas para él, aun si hubiese estado sobrio, pero no quería que nadie lo ayudara.
         Poco después leí en el periódico que el señor Chops había sido presentado en la corte. Decía: “Se recordará (y he comprobado en mi vida que, cuando seguro que una cosa ha caído en el olvido, siempre se escribe “se recordará”) que el señor Chops es la persona de baja estatura que atrajo tanta atención con su brillante éxito en el último sorteo de lotería. “Bien —dije yo para mis adentros—, ¡así es la vida! ¡Por fin ha conseguido lo que tanto deseaba! ¡Dejar pasmado a Jorge IV!
         Por ese motivo mandé pintar de nuevo el lienzo: él con una bolsa de dinero en la mano, presentándola a Jorge IV, y una dama con plumas de avestruz que se enamoraba de él, que estaba estupendo con peluca y redecilla, espada y hebillas.
         Alquilé la casa objeto de las presentes pesquisas —aunque no tengo el honor de conocerlos a ustedes —y dirigí las Atracciones Magsman trece meses, unas veces esto, otras, lo otro y algunas nada en particular, pero siempre con todos los carteles expuestos en la fachada. Una noche, cuando se marcharon los últimos espectadores, pues no estaba la cosa muy animada de público porque llovía a cántaros, me quedé en la habitación del fondo fumando una pipa con el joven que dibujaba con los pies, a quien había contratado para un mes (aunque sólo dibujaba en papel), cuando oí unas patadas en la puerta de la calle.
         —¡Ahí va! —dije al joven—. ¿Quién será?
         Él se frotó las cejas con los pies y dijo:
         —No tengo ni idea, señor Magsman. —Nunca tenía ni idea de nada y era aburrido charlar con él.
         Como no paraban de llamar, dejé la pipa, cogí una vela y fui a abrir. Me asomé a la calle a mirar, pero no vi nadie ni noté nada; pero de pronto di media vuelta porque algo se había colado entre mis piernas hasta el pasillo. ¡Y ahí estaba el señor Chops!
         —¡Magsman! —me dijo—. ¡Contráteme en las condiciones de antes y me quedo con usted! ¡Si está de acuerdo, dígalo!
         Yo no entendía nada, pero le dije:
         —Estoy de acuerdo, señor.
         —De acuerdo yo también con su acuerdo. ¡Acuerdo por partida doble! —dijo él—. ¿Hay algo de cena en casa?
         Al acordarme de la chispeante variedad de caldos extranjeros que habíamos consumido en Pall Mall, me avergoncé de ofrecerle salchichas frías y ginebra con agua, pero él aceptó las dos cosas y tomó cuanto quiso, sentado en un taburete, delante de una silla que hizo las veces de mesa, como en los viejos tiempos. Y yo todo el rato sin entender nada de nada.
         Después de acabar con las salchichas (de ternera, más de un kilo, según mis cálculos), el hombrecillo empezó a rezumar sabiduría como si fuera sudor.
         —Magsman —dijo—. ¡Míreme bien! Está usted viendo a un hombre que ha entrado en sociedad y ha salido de ella.
         —¡Ah! ¿Ha salido usted, señor Chops? ¿Cómo lo ha hecho, señor?
         —¡Con las manos vacías! —Nunca se ha visto sabiduría igual que la que expresó su mollera en esas pocas palabras—. Mi apreciado amigo Magsman, voy a contarle el descubrimiento que he hecho. Es valioso, pues me costó doce mil quinientas libras, pero puede serle útil en la vida. El secreto es que no es la persona la que entra en sociedad, sino la sociedad la que entra en la persona.
         Sin llegar a entender del todo lo que quería decir, negué con la cabeza, puse una cara muy serie y dije: —En eso tiene usted razón, señor Chops.
         —Magsman —dijo él pellizcándome la pierna—, la sociedad ha entrado en mí al son de cada penique de mi propiedad, hasta el último.
         Note que se me ponía blanco y, aunque de natural tengo la lengua suelta, apenas pude decir: —¿Dónde está Normando?
         —Huido. Con la cubertería.
         —¿Y el otro? —dije, refiriéndome al que antes llevaba la mitra de obispo.
         —Huido. Con las joyas —dijo el señor Chops.
         Me senté y lo miré; el se levantó y me miró.
         —Magsman —me dijo, y me dio la impresión de que, cuando más ronco se ponía, mas sabio se volvía—, en conjunto, la sociedad está compuesta de enanos. En la corte de St. James todos hacían lo que he hecho yo toda la vida: dar tres vueltas a la caravana con sus trajes de cortesanos y sus bienes. En cuanto a los demás, la mayoría tocan la campanilla anunciando trucos de ilusionismo. Y en todas partes se pasa el platillo, Magsman: ¡el platillo es una institución universal!
         Como comprenderán, vi que estaba resentido por las desgracias que le habían acontecido y lo sentí mucho por él.
         —En cuanto a las mujeres gordas —prosiguió, y se dio otro cabezazo tremendo contra la pared—, las hay a montones en la sociedad, y peores que la original, porque lo que hacía ella hería el buen gusto (no era más que un ultraje al buen gusto: inspiraba desprecio) y llevaba en sí la penitencia en forma de indio. —En ese momento se dio otro topezazo mayúsculo—. En cambio, lo que hacían las otras. Magsman... ¡las otras son mercenarias del ultraje! Túmbate entre chales de cachemira, compra brazaletes, llena las habitaciones de abanicos y cosas bonitas para ellas, haz que se enteren de que las regalas a manos llenas, como si fueran agua, a cuantas vengan a admirarlas y verás acudir a ti como corderitos, seas quien seas, desde todos los puntos de la brújula, a las mujeres gordas que antes ni se dignaban mirarte. Te agujerean el corazón, te lo dejan como un colador. Y, cuando lo has dado todo y no te queda nada, se ríen de ti en la cara y te abandonan a los buitres, que te dejan los huesos mondos ¡como al asno silvestre muerto que eres!
         Entonces se dio el porrazo más tremendo de todos y se cayó al suelo. Creí que la había diñado. La mollera le pesaba mucho y se la había golpeado con mucha fuerza; cayó redondo y el grandísimo morrón que se pegó fue tan descomunal que lo di por muerto. Pero enseguida volvió en sí con cautela, se sentó en el suelo y me dijo, con la sabiduría, si es que existe, saliéndole por los ojos: ¡Magsman! La mayor diferencia material entre los dos estados de existencia por los que ha pasado su desdichado amigo —levantó la pobre manita y se le cayeron las lágrimas hasta el bigote, pues hay que reconocer que se lo había dejado crecer con el mayor empeño, aunque el éxito en los empeños no obedece órdenes de los mortales —es la siguiente. Cuando no había entrado en sociedad, pagaban poco por verme. Cuando entré, pagaban mucho por que me vieran. Prefiero lo primero, aunque no me viese obligado a hacerlo. Anúncieme mañana con la trompeta, como en los viejos tiempos.
         Después volvió a su vida anterior como si no hubiera pasado nada. Pero le escondimos el organillo y, delante del público, nunca se nombraban sus bienes. Se volvía más sabio cada día; tenía opiniones asombrosas, tremendas, de la sociedad y del público, y cuanto más sabio se hacía, más le crecía la mollera.
         Se puso bueno y siguió en excelente forma nueve semanas. Al final de ese periodo, cuando tenía ya una mollera digna de verse, una noche, después de despedir a los últimos espectadores, ya a puerta cerrada, expresó el deseo de oír un poco de música.
         —Señor Chops —le dije (jamás dejé de llamarlo “señor”; aunque el mundo no se lo llamara, yo sí)—, Señor Chops, ¿está seguro de que se encuentra en condiciones físicas y mentales para sentarse encima del organillo?
         Respondió lo siguiente:
         —Toby, la próxima vez que me la encuentre por ahí, la perdono, a ella y al indio. Y sí, lo estoy.
         Temblando de miedo, empecé a dar vueltas al manubrio; pero él se sentó como un corderito. Creo, y lo creeré hasta el día en que me muera, que vi como le crecía la cabeza, allí sentado; juzguen ustedes, por tanto, la grandeza de sus pensamientos. No se movió hasta el final y luego se bajó.
         —Toby —me dijo con una sonrisa tranquila—, ahora el hombrecillo se va dar tres vueltas a la caravana y después se retira detrás del telón.
         Por la mañana, cuando lo llamamos, descubrimos que se había ido a una sociedad mejor que la mía y que la de Pall Mall. Le hice el mejor funeral que podía permitirme, yo mismo de deudo principal, con el lienzo de Jorge IV abriendo la comitiva a modo de distintivo. Pero, después, la casa se quedó tan desolada que la dejé y volví al carromato.

         —No me juzgo mejor —dijo Jarber, mientras doblaba el segundo manuscrito y miraba duramente a Trottle—, no me juzgo mejor que este ser tan digno. Simplemente pregunto si ahora está satisfecho.
         —¡Cómo podría ser de otro modo! —dije yo respondiendo por Trottle, que seguía obstinadamente callado—. Esta vez, Jarber, no sólo nos ha leído una historia deliciosa y entretenida, sino que además nos ha despejado el misterio de la casa. No me extraña que se haya quedado vacía. ¿Quién querría alquilarla ahora, después de haber sido transformada en un circo?
         Mientras decía esto, miré a Trottle y Jarber movió la mano con indulgencia también hacia él.
         —Que hable tan excelente persona —dijo Jarber—. ¿Qué iba usted a decir, buen hombre?
         —Sólo deseaba preguntar —dijo Trottle con pertinencia —si tendría usted la amabilidad de decirme, por favor, una o dos fechas relacionadas con esta última historia.
         —¡Fechas! —repitió Jarber—. ¿Para qué querrá fechas este hombre?
         —Con todo respeto, me complacería saber —insistió Trottle —si la persona llamada Magsman fue el último inquilino de la casa. En mi opinión, si se me permite, creo firmemente que no.
         Con estas palabras, Trottle hizo una profunda inclinación de cabeza y salió discretamente de la sala.
         No se puede negar que, cuando nos quedamos solos, Jarber parecía infeliz y desazonado. Era evidente que se le había olvidado preguntar las fechas; y, aunque había referido con magnificencia la serie de descubrimientos que había hecho, resultaba patente que las dos crónicas que acababa de leer eran en realidad lo único que había logrado averiguar. Por la más elemental gratitud, me sentí obligada a rescatarlo de la vergüenza con una indicación oportuna. Y así, lo invité a tomar el té otro día, el siguiente lunes por la tarde, día 13, y le dije que, entre tanto, podía hacer las averiguaciones pertinentes para responder como se merecía a la objeción de Trottle.
         Me besó la mano con toda la cortesía, dijo unas palabras de agradecimiento y se despidió. En lo que quedaba de semana, no quise animar a Trottle a hablar de la casa en ningún momento. Sospeché que estaba haciendo indagaciones por su cuenta, pero no le pregunté nada.
         El lunes, día 13, por la tarde, vino mi querido y desafortunado Jarber puntualmente a la hora convenida. Llegó tan desolado que parecía el vivo retrato del desfallecimiento y la fatiga. Nada más verlo supe que la cuestión de las fechas se había torcido, que el señor Magsman no había sido el último inquilino de la casa y que todavía no había descubierto por qué seguía vacía.
         —Me faltan palabras —dijo Jarber —para explicar lo que he pasado. ¡Ay, Sophonisba! ¡He iniciado otra serie de descubrimientos! Acepté los dos relatos anteriores que he depositado en su altar, pero aguarde a oír el tercero para declararme culpable de no haber podido satisfacer su curiosidad.
         El tercero parecía un manuscrito muy corto y así lo manifesté. Jarber aclaró que, en esta ocasión, se trataba de unos versos. En el curso de su investigación había acudido a la biblioteca ambulante en busca de datos. Lo único que sabían de la casa los de la biblioteca era que, inmediatamente después de que se marchara el último inquilino, una mujer, a la que tenían por familiar de éste, les había mandado un breve poema manuscrito en el que ofrecía su versión de los sucesos acontecidos en la casa y que encomendaba al propietario de la biblioteca para su publicación. La carta llegó sin remite y el propietario había guardado el poema para devolvérselo a ella (pues el no se dedicaba a publicar poesía), si volvía a buscarlo alguna vez. Sin embargo, la mujer no volvió nunca; Jarber solicitó que se lo prestaran para leérmelo, y así lo hicieron.
         Antes de comenzar llamé a Trottle tocando la campanilla, decidida a acabar de una vez por todas con su obstinación obligándolo a asistir a la lectura. Me llevé una sorpresa al ver aparecer a Peggy en su lugar; me dijo que Trottle había salido sin decir adónde iba. Al instante tuve la más rotunda convicción de que mi criado había vuelto a hacer de las suyas: que esa forma de salir por la tarde sin permiso quería decir... seducción.
         Me contuve por mor de mi invitado, despedí a Peggy, reprimí la indignación y, con la mayor cortesía, me dispuse a escuchar a Jarber.



         TRES NOCHES EN LA CASA


         ADELAIDE ANNE PROCTER


         NOCHE PRIMERA


         UN calle tenebrosa, lóbrega larga y estrecha:
         sólo el ruido de la lluvia,
         de los pasos en la acera,
         de la chimenea en brasas,
         y la oscuridad creciente
         cuentan la penosa fuga
         del largo día que muere.

         Mira Berta el fuego murrio,
         oye el caer de la lluvia
         lánguido, contra cristales
         que el anochecer enturbia;
         tiene frío el corazón
         como frío es el invierno,
         porque la luz de su vida
         se tornó temprano en duelo.

         Su voz, que fue poderosa
         para ahuyentar los peligros,
         su empeño vivo y leal,
         su ánimo firme y tranquilo
         no pueden con los pesares,
         no pueden con el dolor;
         se desdibuja el sendero
         por el que en vano sufrió.

         Deber, Bien y Verdad dieron
         prueba a los suyos de amparo
         más desplegando las alas
         allí sola la dejaron.
         Ahora Bertha mira atrás,
         a otro tiempo que recuerda,
         pide que vuelvan los tres
         y de nuevo la protejan.

         Piensa en sus días de niña,
         entregados a otra causa,
         y en la promesa solemne
         cumplida hasta hoy sin falta;
         y en Herbert, su propio hermano,
         al que aconsejaba en todo
         y a cuya alma de artista
         su buen temple daba apoyo.

         En esta vida azarosa
         la pasión que el arte inflama
         en él calmó y alentó
         con fidelidad su hermana
         poniendo en su porvenir
         toda esperanza futura.
         Más ¿qué sentimiento extraño
         es el que ahora la turba?

         La casa y todas sus flores,
         la voz serena del viento,
         los tiernos brotes de hiedra,
         del río el murmullo fresco,
         la sombra amena del bosque,
         el crepúsculo del sol:
         por él dejó lo que amaba
         y aún más entonces lo amó.

         Fueron pasando los años
         en la gris ciudad febril.
         No pensaba en otra cosa
         —nunca reparaba en sí—,
         cuando al caer de la tarde
         Herbert volvía a su lado,
         que en darle buenos consejos
         o con ternura alabarlo.

         El talento y el futuro,
         el corazón y la vida,
         todo a él lo dedicaba
         y en ello se complacía.
         ¿Hoy qué palabras la inquietan
         que no ha podido olvidar?
         ¿Qué sueño le inunda el alma
         de ajeno y feroz pesar?

         Abandonarlo por otro:
         ¿podía ser eso, acaso?
         ¿Despedir a ese espejismo
         sería un dolor en vano?
         ¿Lo creía? ¿No era Herbert
         primero en su corazón?
         ¿Tanto esfuerzo requería
         a un sueño decir adiós?

         Más en el fondo del alma
         rememoraba un paisaje,
         lo esperanza de un hogar,
         de un amor que la abrazase.
         La vida —no el mero curso
         Cotidiano de las horas—,
         la vida vino a buscarla
         ¡y la dejó partir sola!

         Sonaba en su corazón
         otra vez la melodía
         que auguraba un gran futuro
         si en ella cobraba vida:
         después los lamentos, rotos
         casi de reproche y pena;
         un adiós, frías palabras
         que sin remedio desdeñan.

         ¿Dónde está ahora la firmeza
         que siempre le dio valor?
         ¿Dónde encontró las terribles
         palabras que pronunció?
         ¿Cómo pudo rechazar
         lo que Dios había dispuesto?
         ¿Por qué prefirió la tierra
         en vez de elegir el cielo?

         ¡Hoy! ¿O esta misma mañana?
         Si se puede penar tanto
         en sólo unas pocas horas
         ¡cuánto penaría en años!
         ¿Por qué un cielo tan cruel
         impuso tales tormentos?
         ¿Y por qué —¡mayor crueldad!—
         por su boca se cumplieron?

         ¿Se arrepintió? ¡Ay, pesar!
         ¿Por qué siempre vacilamos
         cuando, amable, nos invitas
         a seguir tus dulces pasos?
         Mira, las lágrimas menguan,
         la voz febril cesa ya,
         siente de nuevo en su alma
         fortaleza, amor y paz.

         Arde el fuego alegremente,
         el cielo está despejado;
         cuando Herbert vuelve a casa
         no percibe nada raro:
         sale Bertha a recibirlo
         con más afecto que ayer,
         lo besa en la rubia frente
         y da mil gracias por él.
         NOCHE SEGUNDA


         NADIE ha entrado en el estudio: el pincel y la paleta
         t el boceto del atril
         aún tienen pintura fresca.
         Desde el fondo de su ser
         se impone a Bertha un silencio
         que ahora quiere decir algo
         más calla con desaliento.

         Lo presiente. Presta oídos
         con pavor, sin respirar.
         espera el temido anuncio,
         que sin duda llegará,
         cuando el joven que agoniza,
         doblegado, entregue el alma
         a la sombra omnipotente
         que envuelve toda la casa.

         Pero ¿por qué —si la alcoba
         del enfermo está tan cerca—,
         por qué Bertha no se atreve
         a abrir la cerrada puerta?
         Si es él —su todo—, su hermano
         quien expira en la penumbra,
         ¿qué misterio poderoso
         de la habitación la expulsa?

         Ni una semana angustiosa
         podría cambiarla tanto
         ni ha matado aquí la dicha
         un revés inesperado:
         un cadena implacable
         de largos y crueles meses
         le ha impuesto un confinamiento
         desesperado y doliente.

         Duraba aún el conflicto
         de la última Nochebuena,
         temblaban aún las fibras
         de una sola idea enferma,
         cuando Herbert —ignorante
         de la lucha de su hermana—
         pide con satisfacción
         que acoja a su esposa en casa.

         Que se alegre y, sonriendo,
         mas con ojos apagados,
         dice que así puede él
         agradecer sus cuidados:
         su joven y bella esposa
         un sino feliz le trae.
         ¡Ay, Bertha! Contén la voz
         que proclama: “¡Es tarde, es tarde!”.

         ¡Tarde! Si hubiera sabido
         unas semanas atrás
         que estando Herbert casado
         ella estaría de más,
         habría... ¡Triste aflicción!
         Borra “lo que pudo ser”;
         para ahogar vanos lamentos
         bástenos “lo que no fue”.

         Cada día era más cierto
         que no la necesitaba:
         ¡qué asombro y qué sobresalto!
         ¡Qué aflicción tan asombrada!
         Amor: lo colmaba Dora.
         Consuelo: ¿Bertha osaría?
         Guía: si un súbito enojo
         a la joven encendía.

         Ya no charlan junto al fuego
         de los días de la infancia,
         de los sueños de grandeza
         que para Herbert creaba;
         sueños que discernía
         con puro y certero instinto
         lo que era vano oropel
         de lo que era oro fino.

         Dora, con bajo amor propio
         al que amor por Herbert llama,
         lentamente y sin remedio,
         del hermano la distancia.
         Bertha procura acercarse,
         pero en vano hace el esfuerzo:
         es un freno para Herbert
         y para su esposa, un peso.

         Y eso no fue lo peor.
         La pesadumbre más fiera,
         después de haberle inculcado
         honradez, poder y fuerza,
         era ver su deterioro
         de sus méritos más nobles:
         metas bajas, tesón débil
         hicieron su arte más pobre.

         Y sus palabras postreras
         ahora, cuando agoniza,
         para Bertha no han de ser:
         a su esposa las dedica.
         Ni los últimos cuidados.
         Ni ha de ser postrer plegaria
         la que juntos aprendieron
         con su madre, en la infancia.

         Por fin la llama: le besa
         los fríos, rígidos dedos;
         él quiere rogarle algo,
         ella comprende su esfuerzo;
         con clara y trémula voz
         promete solemnemente
         dedicar la vida a Dora
         desde ahora y para siempre.

         Todo ha acabado. No puede
         Bertha quedarse a llorar,
         Dora está muy asustada
         y debe darle solaz.
         Esa pobre y débil niña
         la requiere. ¿Sabes, Bertha?
         Manda Dios nuevos deberes
         con que aliviar nuevas penas.
         NOCHE TERCERA


         SUMIDA en tenue penumbra y desierta está la casa,
         un sombra únicamente
         pasa, lenta, por las salas;
         se detiene en cada puerta,
         parece evocar recuerdos,
         reliquias atesoradas
         de gozos, cuitas y sueños.

         Con vivos anhelos viven
         quienes miran adelante
         y esperan con impaciencia
         lo que el porvenir depare.
         Anhelos más hondos son,
         más tristes, fuertes y agudos
         los de quien, mirando atrás,
         añora aquello que tuvo.

         Se para en las chimeneas,
         toca un sillón con la mano,
         mira por cada ventana,
         se detiene en un peldaño.
         ¿Estos meses qué han brindado
         a Bertha un año después?
         Lo cuenta la Nochebuena:
         tercera y última vez.

         El primer tiempo de luto
         Dora, la díscola y terca,
         busca refugio y sostén
         y los halla junto a Bertha.
         Bertha ha de sufrir aún
         —último y triste consuelo
         de una mujer tan leal—
         por Herbert otro tormento.

         Las brisas primaverales
         le trajeron de las Indias
         noticias conforme Leonard
         de un viaje a casa volvía.
         ¿Era alegría o congoja?
         ¿Era esperanza o temor
         lo que sonrojó su rostro
         y sus ojos anegó?

         Él va a verla. ¡Con qué afecto
         por el amigo pregunta
         y de sus últimos días
         el triste relato escucha!
         La visita a diario;
         Bertha, tan débil le cuenta
         la carga que le ha infligido
         la debilidad ajena.

         Más su corazón sincero
         a Leonard no conquista,
         pues éste advierte con gozo
         de Dora cada sonrisa.
         Y así en el pequeño hogar
         se acaban las horas largas,
         porque el caer de la tarde
         llena de luz las jornadas.


         Pasan los días. Con súbita
         furia el verano derrama
         su azul, brillante esplendor
         sobre la ciudad quemada.
         Aire y sonido del campo
         trae la suave melodía
         —viajera en alas de junio—
         que cantan las dulces brisas.

         Y creyó Bertha una tarde,
         en una hora temprana,
         oler las flores fragantes
         que Leonard le llevaba;
         el aroma se colaba
         por escaleras y puertas,
         dulcemente llegó al cuarto
         e hizo salir a Bertha.

         Sí, era él, de detuvo
         En el quicio de la puerta
         para serenarse un poco.
         Oyó —se quedó muy quieta—
         Su voz grave y la de Dora.
         Él suplica; esa inflexión...
         Son las palabras que a ella
         un día le dedicó.

         “¿Bertha no me culparía?”
         Él responde con ternura
         “Es tan noble que no piensa
         ni se imagina la culpa”.
         “¿Seguro que tú me amas?”
         “Sí, te amo como se ama
         sólo una vez en la vida:
         ¡con el corazón y el alma!”

         Un murmullo quejumbroso:
         “Alguna vez me dijeron
         que entre Bertha y tú...”. “Mi cielo,
         Bertha es fría y yo no puedo
         quererla; mas, Dora amada,
         si alguna vez lo creí,
         fue una ilusión pasajera
         que hace tiempo murió en mí”.


         Entre pasado y presente
         —como un viajero perdido
         que en un instante de luz
         se halla a un paso del abismo—,
         en ese instante fatal,
         mareada de dolor,
         retrocede y sólo encuentra
         un abismo aún mayor.

         Se hace noche la penumbra,
         huelen más dulces las rosas.
         Brillan, altas, las estrellas
         y en la calle, las farolas.
         Pasan las horas soñando
         con su dicha bienhadada,
         hasta que al fin se preguntan
         por que Bertha se retrasa.

         Llega Berta, escucha en calma;
         en vano intentan saber
         si es el recuerdo de Herbert
         lo que en su rostro se ve.
         No es sorpresa ni reproche,
         no asoman los sentimientos,
         su voz no es menos serena
         ni es menos frío su acento.

         No oyen ellos la agonía
         rota en palabras dolientes
         esta noche de verano:
         “¡Es mío otra vez... mi Herbert!”
         Si una vez los separaron,
         ese día el bien perdido
         le retorna; Bertha clama:
         “¡Mi Herbert... vuelve a ser mío!”.

         La siguiente Nochebuena
         Bertha está al pie del altar,
         besa a la radiante novia:
         Dora se ha casado ya.
         Cae la lúgubre noche.
         Descolorida y exhausta,
         Bertha se va para siempre,
         errabunda, desolada.

         ¿Desolada? No, las penas
         con el tiempo robustecen:
         hacen las pruebas de fuego
         el alma más pura y fuerte.
         En el mundo y en la vida
         Sino más noble la espera;
         Dios la acompaña, entre tanto:
         ¡Dios y su limpia entereza!

         Cuando Jarber hubo concluido la lectura del pequeño poema, lo felicité con palabras cálidas y sinceras; lo que no pude decir fue que aclarase en lo más mínimo el misterio de la casa deshabitada.
         No sé si se debió a la ausencia del irritante Trottle o a la simple fatiga, pero el caso es que esa noche me pareció que Jarber estaba de un humor diferente. Aun así me aseguró que no le abrumaba nada su fracaso hasta el momento y que había tomado la firme determinación de hacer mayores descubrimientos. Lo dijo todo en un tono lánguido y ausente y poco después, más temprano que de costumbre, se despidió.
         Cuando volvió Trottle e, indignada, lo acusé de andar por ahí ejerciendo de seductor, no sólo lo negó todo, sino que afirmó que había estado ocupado en servirme y, habida cuenta de ello, solicitó audazmente un permiso de dos días y una mañana para rematar un asunto de mi mayor interés, según dijo con solemnidad. En nombre de los largos años de fiel servicio que me había dedicado, y aun en contra de mi voluntad, se lo concedí. Él, a su vez, se comprometió a darme explicaciones convincentes al cabo de una semana, la noche del lunes, día vigésimo primero del mes.
         Un par de días antes, mandé recado a casa de Jarber invitándolo a tomar el té. Recibí de su patrona una excusa en nombre de mi amigo que me puso los pelos de punta. Jarber estaba con los pies en agua caliente, la cabeza envuelta en unas enaguas de franela, los ojos hundidos en ojeras verdes, con reuma en las piernas y una cataplasma de mostaza en el pecho. Además tenía fiebre y hablaba en delirio de matrimonios de Manchester, de un enano y de tres noches o de tres saraos nocturnos —la patrona no sabía exactamente a qué se refería—, en una casa deshabitada que debía los recibos del agua.
         Ante tan desalentadoras circunstancias, tuve que quedarme forzosamente a solas con Trottle. Dio comienzo a las prometidas explicaciones de la misma forma que había hecho Jarber con sus descubrimientos: leyendo un papel escrito. La única diferencia fue que Trottle llamó “informe” a su manuscrito.



         EL INFORME DE TROTTLE


         WILKIE COLLINS


         ES muy posible que la mayoría de los curiosos acontecimientos que se relatan en estas páginas no hubieran llegado a producirse jamás de no haberse atrevido una persona llamada Trottle, contrariamente a su costumbre, a pensar por si mismo.
         La cuestión por la que esa persona se arriesgó por primera vez en su vida a formarse una opinión pura y enteramente personal había despertado previamente y en grado sumo el interés de su respetada señora. Por decirlo en lenguaje llano, la cuestión no era otra que el misterio de la casa deshabitada.
         Puesto que veía inconveniente alguno en apuntarse un tanto, si es posible fuere, allí donde había fracasado el señor Jarber, un lunes por la noche Trottle se dedicó a comprobar hasta dónde podía llegar él por su propia cuenta en la resolución del misterio de la casa deshabitada. Avisadamente desechó la absurda idea de perseguir historias de inquilinos anteriores y, con un solo objetivo claro, se puso manos a la obra por el camino más corto: dirigirse sin pérdida de tiempo a la casa y ver quién era la primera persona que salía a abrirle la puerta.
         Empezaba a oscurecer la tarde del lunes, día decimotercero del mes, cuando Trottle pisó los escalones de la casa por vez primera. Llamó a la puerta sin saber nada de lo que se disponía a investigar, excepto que el propietario era un viudo anciano y acaudalado que se apellidaba Forley. ¡Bien poca cosa, la verdad, para empezar!
         Al golpear con la aldaba, lo primero que hizo fue mirar con cautela por el rabillo del ojo derecho, a ver qué consecuencias, de haberlas, se desencadenaban en la ventana de la cocina. Inmediatamente apareció allí la silueta de una mujer, que miró inquisitivamente al desconocido de los escalones, se alejó rápidamente de la venta y volvió con una carta abierta en la mano, la cual levantó hacia la última luz del día; tras echar una rápida ojeada al escrito, la mujer volvió a desaparecer.
         A continuación, Trottle oyó unos pasos que avanzaban por el suelo desalfombrado de la casa. Se detuvieron de repente y enseguida se oyó un confuso murmullo de dos voces: una agua y convincente y otra como un gruñido de resistencia. Al cabo de un rato dejaron de hablar; quitaron una cadena, descorrieron un cerrojo, se abrió la puerta y, frente a Trottle, aparecieron dos personas: una mujer delante y un hombre detrás, con la espalda pegada a la pared.
         —Buenas tardes tenga usted, señor —dijo la mujer de una forma tan repentina y con una voz tan rota que sobresaltaba bastante—. Está el tiempo muy frío, ¿verdad, señor? Tenga la bondad de pasar. Vendrá usted de parte del buen señor Forley, ¿no es eso, señor?
         —¿No es eso, señor? —repitió el hombre roncamente como un eco gruñón, y después soltó una risita como si hubiera dicho una gracia.
         —Si Trottle hubiera contestado que no, seguramente le habrían dado con la puerta en las narices. Así pues, habida cuenta de las circunstancias, aceptó audazmente el riesgo, cualquiera que pudiera ser, de responder que sí.
         —Exactamente, señor —dijo la mujer—. El bueno del señor Forley decía en la carta que nos mandaría a un amigo particular en su nombre al anochecer del lunes, 13... o, en todo caso, del lunes 20, a la misma hora, sin falta. Y aquí está usted, el lunes 13, ¿no es eso, señor? ¡Exactamente, el amigo particular del señor Forley, vestido de negro, señor! Tenga la bondad de pasar al comedor, siempre está barrido y limpio, por si viene el señor Forley; no tardo ni medio minuto en traer una vela. Ahora oscurece tan pronto que no se ve nada de nada, ¿no es eso, señor? ¿Y qué tal la salud del buen señor Forley? Esperamos que haya mejorado, ¿verdad Benjamín? No tardo ni medio minuto en traer una vela, señor, si no le importa esperar. Acompáñame, Benjamín.
         —Acompáñame, Benjamín —resuena la voz del hombre como el eco, y suelta otra risita como si hubiera dicho otra gracia.
         A solas en la salita, mientras oía los pasos que bajaban lentamente por las escaleras de la cocina, Trottle se preguntó que sucedería después. Habían vuelto a echar la cadena y el cerrojo de la puerta principal, después de invitarlo a entrar, y no tenía la menor posibilidad de abrirla y huir sin delatarse por el ruido.
         Puesto que, por fortuna para él, no era como Jarber, se tomó la situación discretamente, tal como se presentaba, y, mientras estaba solo, se dedicó a recapitular mentalmente las pocas cosas que había averiguado hasta el momento. En primer lugar, ahora sabía que el señor Forley tenía la costumbre de visitar la casa con regularidad. En segundo, que el señor Forley, por motivos de salud, no había podio ir a ver a los guardeses como de costumbre, que había nombrado a un amigo para que acudiese en representación suya y que se lo había notificado previamente a los inquilinos por escrito. En tercer lugar, que, para cumplir el encargo, el tal amigo podía elegir entre dos lunes, a una hora concreta del anochecer, y que él se había presentado por casualidad el primer lunes de los antedichos para iniciar sus pesquisas. En cuarto, que la semejanza entre su traje negro de criado sin librea y el del emisario (quienquiera que fuese) había contribuido al malentendido del que él se estaba aprovechando. Eso era lo que sabía. Sin embargo, ¿cuál sería el cometido del emisario y cuántas posibilidades había de que el verdadero no llamase a la puerta en cualquier momento esa misma noche?
         Mientras sopesaba mentalmente la última cuestión, oyó los pasos que subían de nuevo las escaleras, precedidos por el resplandor de una vela. Aguardó con cierto desasosiego a que apareciese la mujer, pues, cuando entró en la casa, había ya muy poca luz y no había podido verle la cara con claridad, como tampoco al hombre.
         Entró ella primero, con el hombre al que llamaba Benjamín pisándole los talones, y dejó la vela en la repisa de la chimenea. Trottle se permite decir que era una anciana inapropiadamente dicharachera, tremendamente enjuta y nervuda y de facciones muy marcadas, tanto en los ojos como en la nariz y en la barbilla; diabólicamente enérgica, risueña e inquieta, con una falsa pechera sucia y una cofia negra, sucia también, y unos brazos cortos que no paraban de moverse, con las uñas largas y ganchudas: una vieja afectadamente animosa que andaba como si llevase muelles en los pies, viejos y pícaros, y que, al hablar, sonreía con una mueca horrible: una mujer (en opinión de Trottle) digna de vivir en la Edad Media y de que la remojasen en el pilón de los caballos, en vez de medrar en el siglo XIX al frente de una casa cristiana.
         —Tenga la bondad de disculpar a mi hijo Benjamín, por favor, señor —dijo la bruja sin escoba, señalando al hombre que estaba a su espalda, apoyado contra la desnuda pared del comedor exactamente igual que antes en la del pasillo—. Está otra vez indispuesto de las tripas, mi hijo Benjamín, pero no quiere ir a la cama y me sigue por toda la casa, “arriba, abajo y a mi habitación de dama”, como dice la canción10, ¿verdad? Es que tiene indigestión, pobrecito mío, por eso se le agria el carácter y se pone tan molesto, porque ya se sabe: la indigestión agota hasta al más santo, ¿no es eso, señor?
         —¿No es eso, señor? —repitió el molesto Benjamín al tiempo que guiñaba los ojos a la luz de la vela como un búho.
         Trottle examinaba al hombre con curiosidad mientras la horrible madre hablaba de él. “Mi hijo Benjamín” le pareció pequeño y enjuto, embutido de cualquier manera en un harapiento gabán, largo hasta las zapatillas, raídas que calzaba. Tenía los ojos llorosos, las mejillas muy pálidas y los labios muy rojos. Respiraba de una forma tan extraordinariamente fuerte que casi parecía roncar. Movía la cabeza sin control como flotando en el enormísimo cuello del gabán y toqueteaba la pared con las manos, flojas y ociosas, como buscando a tientas una botella imaginaria. Por decirlo en lenguaje llano, el mal que aquejaba a “mi hijo Benjamín” era que tenía una curda como un escocés tonto y cabezota. A pesar de haber sacado esa conclusión fácilmente tras observar tan sólo un momento al individuo, Trottle siguió mirando sin pestañear, mucho más tiempo del estrictamente necesario, la fea cara de beodo que se movía como flotando sobre el enormísimo cuello, y, además, con una curiosidad que, de momento no se explicaba. ¿Acaso reconocía algo en las facciones de ese hombre? Dejó de mirarlo un momento y volvió a mirarlo otra vez. Entonces se le ocurrió que, en efecto, la cara de ese borrachín era una copia chapucera de otra que había visto en alguna parte. “¿Dónde —pensó Trottle—, dónde vi por última vez al hombre al que tanto me recuerda este molesto Benjamín?”
         Ése no era momento —mientras la vieja dicharachera lo inspeccionaba de arriba abajo sin dejar de darle a la lengua a la velocidad del rayo —para ponerse a revolver en la memoria en busca de pequeños detalles que se habían alojado en rincones que no les correspondían. Dejó a un lado la curiosísima circunstancia del rostro de Benjamín para volver a ella cuando se presentarse el momento oportuno y afinó los cinco sentidos en previsión de cualquier contingencia que pudiera presentarse.
         —No se molestaría en bajar a la cocina, ¿verdad? —dijo la bruja sin escoba, con una familiaridad como si fuese la madre de Trottle, en vez de la de Benjamín—. Tengo el fogón encendido y hoy no huelo mucho a basura el fregadero de la cocina de atrás, y aquí arriba hace muchísimo frío para quien no tiene carne suficiente encima de los huesos. Aunque no parece que tenga usted frío, señor, ¿no? Además, ¡ay, que el Señor se apiade de mí! El asunto que tenemos que tratar es tan pequeño, tan pequeño, que, al fin y al cabo, no vale la pena ni bajar las escaleras por él. Es como un juego, ¿no es eso, señor? Toma y daca, así lo llamo yo: ¡toma y daca!
         Y, al decirlo, sus pícaros y viejos ojos se posaron golosamente en los alrededores del bolsillo del chaleco de Trottle, y entonces empezó a reírse como su hijo mientras enseñaba una de sus huesudas manos y la golpeaba risueñamente con los nudillos de la otra. Al ver lo que hacia, el molesto Benjamín se animo un poco, soltó una risita, se dio en la mano con los nudillos de la otra, igual que su madre y, de repente, se le metió una ida en al nebulosa que tenía en la cabeza, y caritativamente, por el bien de Trottle, la expresó.
         —¡Oiga! —dijo Benjamín, apoyándose contra la pared y señalando maliciosamente a su vieja madre con la cabeza—. ¡Oiga! ¡Ándese con ojo, que ésta lo pela!
         Con la ayuda de tales signos y advertencias, a Trottle no le costó nada entender que el asunto en cuestión, era un toma y daca de dinero y que se suponía que era él quien debía darlo. Fue en ese momento cuando por primera vez sintió una inquietud inconfundible y un vivo deseo de encontrarse de nuevo al otro lado de la puerta de la calle.
         Todavía estaba exprimiéndose los sesos para encontrar una exclusa que le ahorrase el dispendio cuando, de súbito, un ruido en el piso de arriba rompió el silencio.
         No era fuerte, ni mucho menos, sino discreto y constante, como de rascar, y tan débil que no lo habría oído ni el oído más agudo, si no hubiera estado la casa vacía.
         —¿Lo oyes, Benjamín? —dijo la vieja—. ¡Ya está otra vez igual, incluso en la oscuridad! ¿No es así? ¡Tal vez le gustaría verlo, señor! —dijo a Trottle, acercándole su rostro sonriente—. No tiene más que decirlo; diga si quiere verlo antes de tratar nuestro asuntillo y yo se lo enseñaré al amigo del buen señor Forley como si fuera él mismo en persona. Las piernas me aguantan, diga Benjamín lo que diga. Cada día estoy más joven, más fuerte y más alegre, ¡eso es! No se preocupe por mí, no me molesta subir las escaleras si desea usted verlo.
         “¿Verlo?” Trottle no sabía si se refería a un hombre, a un niño o a un animal doméstico macho. Fuera lo que fuese, la ocasión era buena para posponer el incómodo asunto del toma y daca y, mejor aún, para descubrir, tal vez, un secreto de la casa misteriosa. Trottle se animó de nuevo y dijo que sí directamente, con el aplomo de quien conoce el asunto a fondo.
         La madre de Benjamín cogió la vela inmediatamente y, con energía, iluminó el camino que conducía a las escaleras; Benjamín, como de costumbre intentó seguirlos. Sin embargo, en su estado particular y a pesar de la ayuda de la balaustrada, subir varios tramos de escalera era más de lo que parecía dispuesto a hacer. Contrariado, se sentó en el primer peldaño, apoyó la cabeza en la pared y extendió con magnificencia sobre los peldaños siguientes los faldones del gabán como si fuera la cola sucia de un vestido de señora.
         —No te sientes ahí, querido —dijo su madre con afecto al tiempo que se paraba en el primer rellano a espabilar la vela.
         —Aquí me siente —dijo Benjamín, molesto hasta el hartazgo —a esperar que llegue la leche por la mañana.
         La vieja dicharachera subió ágilmente las escaleras hasta el primer piso y Trottle la siguió con los ojos y los oídos atentos a todo. En la salita de delante no había visto nada fuera de lo común; tampoco en las escaleras, hasta el momento. La casa estaba sucia, daba una impresión lúgubre y olía a cerrado, pero, a medida que seguía a la anfitriona hasta el segundo piso, no encontró nada que llamase la atención, más que el débil ruido de rascar, que empezaba a oírse mejor, aunque seguía siendo muy tenue.
         En el rellano del segundo piso, anda más que telarañas por arriba y fragmentos de yeso, desconchados del techo, en el suelo. La madre de Benjamín no se quedaba sin resuello y parecía dispuesta a seguir hasta arriba del todo, si era preciso. El ruidito de rascar se oía un poco mejor, pero Trottle seguía como al principio, cuando lo oyó por primera vez en la salita de abajo: sin tener la menor idea de lo que podía ser.
         En el tercer y último piso había dos puertas; una estaba cerrada y daba a la buhardilla de la fachada; la otra estaba entreabierta y daba a la buhardilla trasera. La trampilla del desván, que se abría desde el techo del rellano estaba repleta de telarañas: evidentemente, hacía algún tiempo que nadie había entrado allí. El ruidito, que se oía ya mejor que antes, provenía del otro lado de la puerta de la buhardilla trasera, y, para inmenso alivio del Trottle, ésa fue la que abrió la vieja dicharachera.
         Trottle la siguió y, por primera vez en su vida, se quedó mudo de asombro al ver aparecer ante sus ojos lo que había allí.
         La buhardilla estaba completamente desprovista de cualquier cosa semejante a un mueble. Sin duda la habría utilizado alguien en alguna época para la práctica de la profesión o actividad comercial que requiriese mucha luz, pues la única ventana que había, que daba a un extenso espacio de la parte trasera de la casa, tenía unas dimensiones del triple o el cuádruple, en cualquier sentido, que una venta de buhardilla normal. Al pie de dicha ventana, de rodillas en el suelo sin alfombra y mirando a la puerta, había, de todos los seres del mundo que uno podría encontrar solo en semejante tiempo y lugar, un pobre niñito: un mocosillo que no podía tener más de cinco años, sin compañía, encogido y ataviado con ropa extraña. Llevaba un mugriento y viejo chal azul cruzado sobre el pecho, con las puntas recogidas a la espalda en un bulto enorme, para no arrastrarlas por el suelo. Por debajo del chal asomaba una tira de una prenda que parecía un jirón de enagua de franela de señora; debajo de ella asomaban a su vez un par de roñosas medias negras, inmensamente grandes para él, que le cubrían las piernas y los pies descalzos. Un par de manguitos toscos y raídos, que le tapaban los bracitos, frágiles y rojos, hasta los codos, y un gran gorro de dormir de algodón, que le caía hasta las mismísimas cejas, completaban el extraño atuendo del infeliz ser, que no parecía poder llenarlo ni a medias ni tener fuerzas siquiera para moverse con él.
         Con todo, había una cosa más extraordinaria aún de ver que los ropajes que lo envolvían, y era el juego al que jugaba él solo y que, además justificó de la forma más inesperada el tenue rascar que, en medio del silencio de la casa, había llegado desde la puerta entornada hasta la planta baja.
         Ya se ha dicho que, cuando Trottle vio al niño en la buhardilla por primera vez, éste se encontraba de rodillas. Sin embargo, no estaba rezando ni le daba miedo estar solo a oscuras. Por inverosímil que parezca, lo que hacia era ni más ni menos que jugar a un menester de sirvienta o ama de casa: fregar el suelo. Agarraba fuertemente con las dos manos un cochambroso cepillo de los zapatos, tan viejo que apenas le quedaban cerdas, y con él frotaba el suelo de arriba abajo con una seriedad y un ritmo como si no hubiera hecho otra cosa en años y tuviera que mantener con ello una familia numerosa. No se sobresaltó ni se molestó en absoluto al ver a aparecer a Trottle y a la anciana. Se limitó a mirar la vela un momento con unos ojos muy brillantes y penetrantes y, a continuación, reanudó la tarea como si nada hubiera pasado. A un lado tenía un cazo de una pinta, abollado y sin mango, que era el cubo de mentira, y al otro, un retalito de tela de algodón de color pizarra, que era el trapo de mentira. Después de frotar enérgicamente uno o dos minutos, cogió el trozo de trapo, lo pasó por donde había frotado y, más serio que el juez más severo, lo escurrió encima del cubo de mentira para quitarle el agua de mentira. Cuando le pareció que había secado el suelo muy bien, se irguió sobre las rodillas, soltó un resoplido largo, se puso en jarras y asintió en dirección a Trottle.
         —¡Ya está! —dijo el niño frunciendo sus algodonosas cejitas—. ¡Maldita mugre! Ya he limpiado. ¡A ver, mi cerveza!
         La madre de Benjamín se puso a reír por lo bajo de tal forma que Trottle creyó que se iba a ahogar.
         —¡Dios no asista! —dijo al cabo—. ¡Qué cosas se le ocurren a este diablillo! ¿Quién diría que sólo tiene cinco años? ¿No le parece, señor? Tenga la bondad de decir al bueno del señor Forley que lo ha visto usted mejor que nunca, que juego a ser yo cuando friego el suelo de la salita y pido mi cerveza al terminar. Siempre juega a lo mismo, mañana, tarde y noche... ¡Nunca se cansa! Pero fíjese en lo abrigadito que lo tenemos. Mi chal para que no se le enfríe el cuerpecillo, el gorro de dormir de Benjamín para que no se le vaya el calorcito por la cabeza y las medias de Benjamín por encima de los pantalones para tener las piernecillas calentitas. Es el diablillo más feliz y abrigadito del mundo. “¡A ver, mi cerveza!”... ¡Repítelo, chiquilín, dilo otra vez!
         Si Trottle hubiera visto al niño en una habitación iluminada y caldeada, vestido como un niño cualquiera de su edad y jugando tan tranquilo con un trompo, una caja de soldaditos o un gran balón de goma, se habría alegrado tanto, salvando la diferencia, como la misma madre de Benjamín. En cambio, al verlo reducido, por falta de juguetes apropiados (lo sospechó sin poder evitarlo) y de compañía adecuada a su edad, a imitar el fregoteo de una vieja como si de un juego se tratara, Trottle, aunque no era hombre apegado a la vida familiar, pensó que aquello era en cierto modo lo más triste y lastimoso que había visto en su vida.
         —¡Oye, hombre de dios! —le dijo—. Eres el tipo más valiente de toda Inglaterra. Por lo visto, no te da ningún miedo estar solo en la oscuridad.
         —La ventana grande —dijo el niño, señalándola —ve en la oscuridad, y yo veo con ella. —Se paró un momento, se puso de pie y miró con mala cara a la madre de Benjamín—. Soy bueno —dijo—, ¿no? Ahorro velas.
         Trottle se preguntó de cuántas otras cosas, aparte de velas habrían acostumbrado a prescindir a la infeliz criatura, y se arriesgó a inquirir sobre si alguna vez lo llevaban a dar una vuelta al aire libre para orearlo un poco. Sí, sí, de vez en cuando daba una vuelta al aire libre la lagartija vivaracha (por no hablar de las que se daba por toda la casa), una vuelta, según las instrucciones del buen señor Forley, que se cumplían sin falta, como le gustaría saber al amigo del señor Forley, al pie de la letra.
         Puesto que Trottle sólo habría podido replicar a eso de una forma (léase, que las instrucciones del señor Forley eran, en su opinión, dignas de un chapucero del infierno) y puesto que le pareció que semejante respuesta sería, lógicamente, un golpe mortal para cualquier otro descubrimiento que pudiera hacer, se tragó los sentimientos antes de que proliferasen demasiado para su aguante, se mordió la lengua y miró hacia la ventana de nuevo, a ver con qué iba a entretenerse el niño a continuación.
         El niño había recogido el cepillo de los zapatos y el harapo y los había metido en el viejo cazo de estaño, y en ese momento, con el cubo de mentira en brazos, andando como buenamente se lo permitía la ropa que llevaba, se encaminaba hacia la puerta de comunicación entre las dos buhardillas.
         —A ver —dijo entonces, mirando bruscamente por encima del hombro—, ¿Por qué os quedáis ahí quietos? Yo me voy a la cama... ¡como lo oyes!
         Sin más, abrió la puerta y entró en la buhardilla de delante. Al ver que Trottle daba un par de pasos para seguirlo, la madre de Benjamín abrió sus pícaros ojos de vieja con gran asombro.
         —¡Dios nos guarde!” —exclamó la mujer—. ¿Es que no lo ha visto bastante?
         —No —dijo Trottle—. Me gustaría verlo irse a la cama.
         A la madre de Benjamín le dio tal ataque de risa que el apagavelas, suelto en la palmatoria, se movió estrepitosamente con la sacudida de la mano. ¡Quién lo iba a decir! ¡El amigo del buen señor Forley se preocupaba diez veces más por el diablillo que el propio señor Forley! La madre de Benjamín no había oído muchas cosas tan graciosas en toda su vida y rogó que la disculpase por haberse tomado la libertad de reírse.
         Trottle la dejó reírse a gusto y, tras llegar a la conclusión definitiva de que, después de lo que había oído, el interés que tenía ese tal señor Forley por el niño no era precisamente afectuoso, entró en la buhardilla de delante; la madre de Benjamín, disfrutando intensamente, lo siguió con la vela.
         En la otra buhardilla había dos muebles: un viejo escabel de los que se usan para poner los barriles de cerveza y una enorme carriola vieja y desvencijada, puesta allí en medio y sobre la cual, rodeado por un inmenso desierto oscuro de arpillera marrón, había un islote de ropa de cama raída: un viejo almohadón sin plumas apenas, doblado tres veces, para la almohada, un centón hecho un triste harapo y una manta; debajo de todo eso, sobresalían por ambos lados dos cojines de silla, de crin de caballo, descoloridos, puestos uno al lado del otro a modo de colchón improvisado. Cuando Trottle entró en la habitación, el niñito solitario había subido a la cama aupándose en el escabel cervecero y, arrodillado en la arpillera con el centón harapiento en las manos, se disponía a meter las puntas de éste debajo de los cojines de silla.
         —Te arropo yo, hombre de Dios —dijo Trottle—. Échate en la cama y déjame hacerlo a mí.
         —Pienso arroparme yo solo —dijo la infeliz criatura —y no pienso echarme, sino meterme dentro, sí... ¡como lo oyes!
         Si más explicaciones, se puso a meter los bordes de la ropa de cama ajustadamente por debajo de los cojines, a lo largo de los lados, y dejó libre la parte de los pies. Después, se puso de rodillas, miró a Trottle con severidad, como diciendo: “¿Qué quiere decir eso de ofrecer ayuda a un individuo pequeño tan mañoso como yo?”, y empezó a desatarse el enorme chal él solo, cosa que hizo en menos de medio minuto. Entonces puso el chal, doblado, sobre los pies de la cama y dijo: —¡Oye! ¡Fíjate!
         Y se metió debajo de la ropa arrastrándose con cuidado, hasta que poco a poco empezó a asomar sobre la almohada la punta del enorme gorro de dormir. Dicho gorro, de tamaño excesivo para él, se le había encasquetado tanto a lo largo de la travesía hasta la almohada que, cuando ya tenía casi toda la cara encima de ésta, sólo se veía gorro... ¡hasta la boca! No obstante, enseguida se libró de la leva molestia dando la vuelta al borde del gorro con seriedad, hasta ponérselo de nuevo en su sitio, por encima de las cejas. Miró a Trottle y dijo: —Estoy calentito, ¿no te parece? ¡Adiós!
         Metió la cabeza otra vez debajo de la manta y no dejó a la vista nada más que la punta vacía del gorro enorme, que sobresalía con tenacidad, enhiesta en medio de la almohada.
         —Que diablejo tan jovencito, ¿no es eso? —dijo la madre de Benjamín al tiempo que daba a Trottle un amistoso codazo—. ¡Vamos! Esta noche ya no lo verá más.
         —¡Como lo oyes! —canturreteó una vocecilla agua desde debajo de las mantas, interrumpiendo con un final juguetón las últimas palabras de la vieja.
         Si a estas alturas Trottle no hubiera tomado la determinación de adentrarse, por todas las vueltas y revueltas, hasta el final del perverso secreto en el que lo había metido la casualidad, probablemente habría agarrado al niño en ese mismo instante y lo habría sacado de la prisión de la buhardilla con la ropa de cama y todo. Tal como estaban las cosas prefirió contenerse a la fuerza y seguir atento a las posibilidades que pudieran presentarse; y, así, permitió que la madre de Benjamín lo llevara otra vez a la planta baja.
         —Cuidado con los primeros balaústres —dijo, cuando Trottle puso la mano en la barandilla—. Están más podridos que los nísperos, ¡todos!
         —De toda la gente que viene a ver el inmueble —dijo Trottle, por tantear la mejor forma de adentrarse un poco más en el misterio de la casa—, no le enseñará a mucha esta parte de arriba, ¿o sí?
         —Pero ¿qué dice usted? —contestó ella—. Aquí ya nunca viene nadie. ¡Sólo la fachada echa para atrás a todo el mundo! Es una lástima, ya digo. Antes me hacía mucha gracia asustarlos con el precio de alquiler a todos, uno tras otro, porque es altísimo, y sobre todo a las mujeres, ¡malditas sean! “¿Y el alquiler a cuánto asciende?” “Ciento veinte libras al año.” “¿Ciento veinte? Pero ¡si ninguna casa de esta calle se alquila por más de ochenta!” “Puede ser, señora; ¡que los demás propietarios bajen el precio a su gusto, pero el de esta casa no quiere perder sus derechos y tiene intención de sacarle el mismo provecho que le sacaba su padre!” “Pero ¡en este barrio los precios han bajado mucho desde entonces!” “Ciento veinte libras, señora.” “¡Me voy ahora mismo! ¡Habrase visto mujer más impertinente!” ¡Señor, qué alegría me daba verlas largarse a la calle tan enfurruñadas, con las ciento veinte libras sonándoles en los oídos!
         Se detuvo en el rellano del segundo piso para regalarse con otra risita, mientras Trottle tomaba nota mentalmente de lo que acababa de oír. “Dos cosas más —pensó—. La casa no se alquila a propósito y, para conseguirlo, se pide un alquiler que nadie está dispuesto a pagar.”
         —¡Ay, pobre de mí! —exclamó la madre de Benjamín, cambiando de tema súbitamente y volviendo enseguida con horrible codicia al delicado asunto del dinero que había sacado a colación en la salita de la planta de abajo. ¡No hay palabras para explicar la cantidad de cosas que hemos hecho por el señor Forley! Ese asuntillo que tenemos a medias debería ser un poco más grande, teniendo en cuenta las molestias que nos tomamos mi hijo y yo para tener contento al diablillo de arriba de la mañana a la noche. ¡Si al menos el buen señor Forley tuviera a bien pensar un poco más en lo mucho que nos debe a Benjamín y a mí...!
         —Ha dado en el clavo —dijo Trottle, cortándole la palabra a la desesperada, al descubrir en sus últimas palabras la forma de escabullirse—. ¿Qué le parecería si le dijera que nada más lejos de los intereses del señor Forley que molestarse en pensar en ese asuntillo como a usted le gustaría? ¿Le decepcionaría a usted si le dijera que hoy he venido sin el dinero? —Al oírlo, la la madre de Benjamín se le abrió la boca de par en par y sus malvados ojos brillaron de puro pánico! —Sin embargo, ¿qué le parecería si le dijera que el señor Forley sólo espera mi informe para mandarme aquí el próximo lunes con un asuntillo que tratar más grande de lo que podría imaginarse usted? ¿Qué le parecería eso, eh?
         Para responder, la miserable viaja se le acercó tanto y lo arrinconó tan confidencialmente en una esquina del rellano que fue como si la nuez de Trottle saliera en su defensa.
         —¿Le parece que no bastará con éstos para contarlo? —dijo ella, y le puso cinco temblorosos dedos huesudos y torcidos delante de la cara.
         —¿Qué le parecerían dos manos, en vez de una? —dijo él; la apartó y empezó a bajar las escaleras todo lo rápido que pudo.
         Trottle considera que es preferible omitir la respuesta de la mujer, porque la muy hipócrita, casi embriagada de felicidad por la dorada perspectiva, se tomó tantas libertades con nombres del más allá y de personas que sus labios jamás tendrían que haber pronunciado y cubrió a Trottle con tal chorro de bendiciones que se le pusieron los pelos de punta sólo de oírlas. Siguió bajando tan rápido como le permitieron las piernas hasta que, en el último peldaño, se quedó en seco, como dirían los marineros, porque el molesto Benjamín se había tumbado allí, en medio de las escaleras y, como era de esperar, estaba durmiendo la mona.
         Al verlo, Trottle se acordó enseguida del curioso parecido lejano que había detectado antes entre la cara de Benjamín y la de otro hombre al que había visto en el pasado y en circunstancias muy diferentes. Antes de marcharse de la casa, quiso echar otro vistazo al mísero individuo; por lo tanto, antes de que la madre se lo impidiese, lo sacudió enérgicamente y lo puso de pie contra la pared de las escaleras.
         —Déjelo en mis manos; ya lo despierto yo —dijo Trottle a la vieja sin dejar de mirar a Benjamín con insistencia.
         Tanto se asustó y se sobresaltó Benjamín cuando lo despertaron de repente que los primeros segundos pareció haber recobrado la sobriedad. Al abrir lo ojos, hubo un momento en que su expresión fue diferente, y a Trottle se le iluminó la memoria como un fogonazo de luz. Al instante, volvió la expresión lastimera y adormilada y borró el rastro de los recuerdos del pasado. Sin embargo, fue suficiente para Trottle, quien dejó de examinar el rostro de Benjamín.
         —El próximo lunes, al anochecer —dijo, evitando que la vieja empezase otra vez con su cháchara sobre la indigestión de Benjamín—. Esta noche no puedo perder más tiempo, señora. Haga el favor de abrir la puerta.
         Con otras pocas bendiciones, otros pocos cumplidos para el buen señor Forley y las últimas recomendaciones cordiales de que no se olvidara del próximo lunes, al anochecer, Trottle procuró desembarazarse del molesto trámite de la despedida y, una vez abierta la puerta, se encontró de nuevo, para su indescriptible alivio, fuera de la casa en alquiler.



         ALQUILADA, AL FIN


         CHARLES DICKENS Y WILKIE COLLINS


         ¡YA está, señora! —dijo Trottle, dobló el manuscrito que acababa de leer y lo dejó en la mesa con un golpecito triunfal—, ¿Me permite preguntar lo que opina de la rotunda exposición en la que respondo (al contrario que el señor Jarber) al misterio de la casa que nadie alquila?
         Tarde un par de minutos en encontrar palabras. Cuando me repuse, me interesé en primer lugar por el pequeño infeliz.
         —Hoy es lunes, día 20 —dije—. Seguro que no ha dejado pasar toda una semana sin hace más pesquisas.
         —Exceptuando las horas de dormir y las de comer, señora —respondió Trottle—, no he dejado pasar ni una sola hora. Tenga la bondad de comprender que sólo he llegado al final de lo que he escrito, pero no de lo que he hecho. He puesto esos primeros detalles por escrito, señora, porque son de gran importancia y, además, porque quería presentar el documento en papel, como hizo primero el señor Jarber con los suyos. Ahora estoy dispuesto a continuar de palabra con la segunda parte, cuanto antes y con la mayor claridad. Si me lo permite, lo primero que debo aclarar es la cuestión de los asuntos familiares del señor Forley. La he oído hablar varias veces de ellos, señora, y tengo entendido que el señor Forley tenía dos hijas, ambas de su difunta esposa. La primera se casó, a entera satisfacción de su padre, con un tal señor Bayne, un hombre rico con un puesto de importancia en el gobierno de Canadá. Actualmente vive allí con su marido y su única hija, una niña de ocho o nueve años. Hasta aquí todo es correcto, ¿verdad, señora?
         —En efecto —dije yo.
         —En cuanto a la segunda hija —prosiguió Trottle—, la predilecta del señor Forley, actuando en contra de los deseos de su padre y de la opinión del mundo, huyó con un hombre de origen humilde, un segundo de a bordo de un buque mercante, que se apellidaba Kirkland. Lejos de perdonar semejante matrimonio, el señor Forley juró que, en el futuro, la pareja pagaría muy caro el escándalo. Ambos se libraron de la venganza, que nunca sabremos cuál habría podido ser. Después de la boda, el marido se ahogó en el primer viaje que emprendió, y la mujer murió al dar a luz. Sigo bien, ¿verdad, señora?
         —Si, así es.
         —Ahora que estamos de acuerdo en los asuntos familiares, señora, vuelvo a mis pesquisas. El lunes pasado le pedí un permiso de dos días, el cual dediqué a resolver el asunto del parecido de Benjamín. El sábado pasado, cuando usted me llamó, yo no estaba. Esa vez hice novillos, señora, en compañía de un amigo mío, que es pasante de un abogado; estuvimos toda la mañana en Doctors’ Commons11 consultando las últimas voluntades y el testamento del padre del señor Forley. Dejemos aparte un momento la cuestión del testamento y tenga la bondad, si no encuentra inconveniente, de escuchar el feo asunto del parecido de Benjamín. Hace unos seis o siete años, tuvo usted la gentileza de darme una semana de vacaciones, que pasé con unos amigos que viven en la ciudad de Pendlebury. Uno de ellos (el único que queda ya en ese lugar) tenía una farmacia, en la cual conocí a uno de los dos médicos de la ciudad, un tal Barsham. Barsham era un cirujano de primera categoría, que habría podido alcanzar la cumbre de su profesión si no hubiera sido tan canalla. Además, se daba a la bebida y al juego, en Pendlebury nadie quería saber nada de él y, en la época en que me lo presentaron en la farmacia, el otro médico, el doctor Dix, que no podía compararse con el primero en lo tocante a cirugía, pero en cambio era una persona respetable, se había hecho con toda la clientela, mientras que Barsham y su anciana madre vivían juntos, en tan míseras condiciones que nadie podía creer que no estuviesen acogidos en el asilo de pobres de la parroquia.
         —¡Benjamín y su madre!
         —Exactamente, señora. El jueves pasado por la mañana, de nuevo gracias a su gentileza, señora, fui a Pendlebury a preguntar un par de cosas a mi amigo el farmacéutico a propósito de Barsham y su madre. Me dijo que se habían ido de la ciudad hacía unos cinco años. Al preguntar los motivos, el farmacéutico me contó algunos detalles curiosos. Sé sin ninguna duda, señora, que la pobre señora Kirkland vivió en reclusión mientras su marido estaba en el mar, en un alojamiento en la localidad de Flatfield, y que allí murió y fue enterrada. Lo que tal vez ignore usted es que Flatfield se encuentra a sólo cinco kilómetros de Pendlebury, que el médico que atendía a la señora Kirkland era Barsham, que la enfermera que la cuidaba era la madre de Barsham y que la persona que los contrató a ambos fue el señor Forley. No sé si su hija le escribió o él llegó a saber de ella de otra forma, pero el caso es que pasó con ella (aunque había jurado no volver a verla desde el momento en que se casó) uno o dos meses antes de que se recluyera, y que siempre estaba yendo y viniendo entre Flatfield y Pendlebury. De momento no se sabe qué acuerdos tendría con los Barsham, pero el caso es que, para asombro de todos, logró mantener sobrio al médico borracho. Se ha constatado que Barsham, cuando iba a atender a la pobre mujer, era completamente dueño de sí. También es cierto que la madre y él dejaron Flatfield tras la muerte de la señora Kirkland, recogieron sus pocas pertenencias y una noche se marcharon de la ciudad misteriosamente. Por último, no es menos cierto que no se avisó al otro médico, el doctor Dix, hasta una semana después del nacimiento ¡y el entierro! del recién nacido, cuando la madre moría de agotamiento, un agotamiento (reconozcamos el mérito de Barsham, el vagabundo) que, en opinión del señor Dix, no se debía a un tratamiento médico indebido, sino a la debilidad de la pobre mujer...
         —¿El entierro del niño? —interrumpí, temblando de pies a cabeza—. ¡Trottle, ha dicho esa palabra de una forma muy extraña! ¡Y, ahora me mira de una forma más extraña aún!
         Trottle se agachó un poco y señaló por la ventana la casa sin alquilar.
         —En Pendlebury el niño está inscrito en el registro de defunciones —dijo-con el título de “niño varón, muerto al nacer”, certificado por Barsham. El féretro del pequeño está enterrado en la tumba de su madre, en el cementerio de Flatfield. Pero el niño, tan cierto como que estoy vivo y respiro, ¡vive y respira en estos momentos, naufrago y prisionero, en esa casa maldita!
         Me hundí en el sillón.
         —Hasta ahora, todo es pura deducción, pero para mí, por todas esas cosas, es la pura verdad. Anímese, señora, y píenselo un momento. Lo último que se sabe de Barsham es que atendía a la hija desobediente del señor Forley. Después aparece en casa del señor Forley y se le confía un secreto. Hace cinco años, su madre y él se fueron de repente de Pendlebury de una forma sospechosa. ¡Aguarde un momento, por favor! Todavía no he terminado. El testamento del padre del señor Forley confirma la sospecha. El amigo que me acompañó a Doctors’ Commons estudió el documento a fondo y, a continuación, le hice dos preguntas: “¿El señor Forley puede dejar su dinero a quién él desee?”. “No —respondió mi amigo—, su padre sólo le ha dejado los intereses del capital de por vida.” “Supongamos que una de las hijas casadas del señor Forley tiene una hija, y la otra, un hijo. ¿Qué sucedería con el dinero?” “Sería todo para el niño —contestó él—, con la obligación de pagar determinada cantidad anual a su prima, la niña. Cuando ésta muera, todo volverá a ser del niño y de sus descendientes.” ¡Píenselo, señora! El hijo de la hija a la que Forley aborrecía y cuyo marido escapó de su venganza porque se lo llevó la muerte se queda con la propiedad de todo en contra de los deseos del señor Forley; la hija de la hija a la que ama queda de por vida en situación de dependencia de su primo, ¡que es de baja cuna! Hay motivos de mucho peso para procurar que el hijo de la señora Kirkland figure como muerto al nacer. Y, si, según creo, el registro de defunción se hizo con un certificado falso, todavía hay más motivo para ocultar la existencia de ese niño, así como todo rastro de su parentesco, y confinarlo en la buhardilla de esa casa que no se alquila.
         Calló un momento y volvió a señalar a la oscura y polvorienta ventana de la buhardilla de enfrente. En ese momento, me sobresaltó —porque tenía yo un estado de ánimo que me asustaba por todo —una llamada a la puerta de la habitación en la que nos encontrábamos.
         Entró mi doncella con una carta en la mano. Se la cogí. Lo único que contenía el sobre era la notificación de un fallecimiento y se me cayó de las manos.
         Había fallecido George Forley. Había abandonado este mundo hacía tres días, la noche del viernes.
         —¿Se ha llevado a la tumba nuestra única posibilidad de descubrir la verdad? —pregunté—. ¿La hemos perdido con él?
         —¡Valor, señora! Creo que no. Tenemos una posibilidad, si logramos que confiesen Barsham y su madre; y creo que, como la muerte del señor Forley los deja indefensos, nos deja a nosotros esa posibilidad en las manos. Con su permiso, ahora no voy a esperar al anochecer, como había pensado, sino que voy a ir ahora mismo a retener a esos dos. Con un policía de paisano vigilando la casa, por si se les ocurre huir, con esta notificación que demuestra el fallecimiento del señor Forley y con hacerles saber audazmente que conozco su secreto y que estoy dispuesto a utilizarlo en su contra en caso necesario, me parece que no será difícil llegar a un acuerdo con Barsham y su madre. Si me fuera imposible volver aquí antes de la noche, tenga la bondad de sentarse a la ventana, señora, y vigile la casa un poco antes de que enciendan las farolas. Si ve que la puerta principal se abre y se cierra otra vez, ¿sería tan amable de ponerse el sombrero y venir a buscarme inmediatamente? No sé si la defunción del señor Forley impedirá la visita de su emisario, como estaba prevista. Pero, si esa persona se presenta, es muy importante que usted, en calidad de familiar del señor Forley esté presente y lo vea y ejerza sobre él la influencia debida que yo no puedo arrogarme de ninguna manera.
         Lo único que fui capaz de decirle a Trottle, mientras abría la puerta y se despedía, fue encomendarle que se abstuviera de hacer cualquier cosa que pudiera perjudicar al infeliz niñito.
         Ya sola, acerqué una silla a la ventana y, con el corazón desbocado, me puse a mirar la casa culpable. Esperé y seguí esperando una eternidad, o eso me pareció, hasta que oí las ruedas de un coche de punto, que se detenía al final de la calle. Miré hacia allí y vi a Trottle apearse solo, llegar a la casa y llamar a la puerta. Abrió la madre de Barsham. Un par de minutos después, un hombre bien vestido pasó por delante de la casa, la miró un momento y siguió andando tranquilamente hasta la esquina de la calle siguiente. Se detuvo, se apoyó en una farola y encendió un cigarrillo, y allí se quedó, fumando con despreocupación, pero sin dejar de observar la puerta de la casa.
         Por mi parte, seguí esperando mucho tiempo más, también con los ojos pendientes de la puerta, hasta que, por fin, me pareció que se abría en la oscuridad; después oí sin lugar a dudas que cerraban con cuidado otra vez. Aunque intenté mantener la compostura con todas mis fuerzas, temblaba tanto que me vi obligada a llamar a Peggy, para que me ayudase a ponerme el sombrero y el abrigo, y tuve que apoyarme en su brazo para cruzar la calle.
         Sin haber llamado siquiera, nos abrió la puerta Trottle, Peggy volvió a casa y yo entré. Trottle llevaba una vela encendida en la mano.
         —Señora, todo ha sucedido como predije —me dijo en susurros llevándome a la incómoda y vacía salita, que no tenía ni alfombra—. Barsham y su madre han consultado con sus propios intereses y se han avenido. Mis suposiciones han dejado de serlo. Ahora son lo que creía que eran: ¡la verdad!
         De repente, algo extraño —algo que les debe de pasar a menudo a muchas madres —me tembló en el corazón y se me llenaron los ojos de lágrimas ardientes de mi época juvenil. Di la mano a mi fiel criado y le pedí, por su madre, que me dejase ver al hijo de la señora Kirkland —Si ése es su deseo, señora —dijo Trottle, con una ternura que nunca había visto en él—; sin embargo, le ruego que no piense que falto a mi deber o que no tengo sentimientos si le imploro que espere un poco. Ya está usted alterada y el primer encuentro con el niño no la ayudará a cobrar la serenidad que desearía si llegara el emisario del señor Forley. El niñito está arriba, sano y salvo. Le ruego que primero piense en reponerse, con vistas a un encuentro con un desconocido; y, créame, después no se irá usted de aquí sin el niño.
         Me pareció que Trottle tenía razón y me senté con toda la paciencia posible en una silla que, previsoramente, mi criado había dispuesto para mí. El descubrimiento de la ruindad de mi propio pariente me había horrorizado tanto que, cuando Trottle me propuso contarme la confesión que había arrancado a Barsham y a su madre, le rogué que me ahorrase los pormenores y que me contara lo estrictamente imprescindible sobre George Forley.
         —La única cosa favorable que puede decirse del señor Forley, señora, es que al menos tuvo el detalle de ocultar la existencia del niño y borrar todo rastro de su parentesco aquí, en vez de consentir que lo matasen al principio o, más adelante, cuando el niño creciera, lo abandonasen y lo dejasen perdido e indefenso en el mundo. El fraude, señora, se ha llevado a cabo con la malicia del mismísimo Satanás. El señor Forley tenía a los Barsham atados de pies y manos, porque lo habían ayudado a cometer esa vileza, y dependían de él económicamente. Los trajo a Londres para poder vigilarlos de cerca. Los metió en la casa deshabitada (aunque no sin quitársela de las manos previamente a la agencia inmobiliaria, so pretexto de que pensaba ocuparse de alquilarla personalmente); después, se aseguró de que nadie la alquilase y de esa forma la convirtió en el lugar más seguro para esconder al niño. El señor Forley podía venir aquí a su antojo y ver que no mataban de hambre al infeliz niño solitario. Lo habían criado para que creyese que era hijo del propio Barsham hasta que alcanzara la edad de proporcionarle un modo de subsistencia tan bajo y pobre como la mala conciencia permitiese elegir al señor Forley. Tal vez pensase en algún desagravio cuando estuviera a las puertas de la muerte, pero no antes, de eso estoy completamente seguro: ¡no antes!
         Nos sobresaltaron dos golpes graves en la puerta.
         —¡El emisario! —dijo Trottle en voz baja.
         Salió inmediatamente a atender la llamada y volvió acompañando a un caballero mayor de aspecto respetable, vestido igual que Trottle, todo de negro y con pañuelo blanco al cuello, por lo demás, no se parecía en nada a mi criado.
         —Me temo que he cometido un error —dijo el desconocido.
         Con gran consideración por su parte, Trottle se hizo cargo de las explicaciones y aseguró al caballero que no había error alguno; le dijo quién era yo y le preguntó si no venía de parte del difunto señor Forley. El caballero, muy asombrado, respondió que sí. Después hubo un incómodo silencio. El desconocido no sólo parecía muy sobresaltado y atónito, sino también bastante receloso y con temor de verse comprometido él también. Al darme cuenta de su situación, opté por pedir a Trottle que pusiera fin a la embarazosa situación exponiendo las circunstancias del caso al caballero con la misma sinceridad que a mí, unos momentos antes y, en nombre del señor Forley, rogué al caballero que tuviera paciencia para oír el relato. Me hizo una respetuosa inclinación de cabeza y dijo que estaba dispuesto a escucharlo todo con gran interés.
         Me pareció evidente —y también a Trottle, por lo que pude ver —que el caballero no era un hombre falto de honor, por decir lo mínimo.
         —Antes de opinar sobre lo que acabo de oír —dijo el caballero con seriedad y contundencia, cuando Trottle hubo concluido—, permítanme que, en mi propio descargo, les explique la aparente relación que tengo con este asunto tan extraño e impresionante. Yo era el asesor legal particular del difunto señor Forley y he sido nombrado albacea de sus bienes. Hace bastante más de quince días, cuando la enfermedad postró en la cama al señor Forley, mandó a buscarme y me encargó que viniese aquí y pagase determinada cantidad de dinero a un hombre y a una mujer, a quienes encontraría a cargo de la casa. Dijo que tenía motivos para desear que el asunto se llevase con total discreción. Me rogó que lo organizase todo para poder presentarme en este lugar el lunes pasado u hoy, al anochecer; me dijo asimismo que anunciaría personalmente mi visita sin revelar mi nombre (me llamo Dalcott), puesto que no deseaba que el hombre y la mujer pudieran importunarme en el futuro. Huelga decir que la encomienda me pareció muy rara, pero mi relación con el señor Forley no me permitió sino aceptarla sin hacer preguntas; de lo contrario, habría roto el largo y cordial vínculo que me unía a mi cliente. Elegí lo primero. No pude venir el lunes pasado por unos asuntos y, si hoy estoy aquí a pesar del inesperado fallecimiento del señor Forley, es, sin lugar a dudas, porque no sabía nada de este asunto cuando llamé a la puerta y, por tanto, en calidad de albacea, me he visto obligado a aclararlo. Les aseguro por mi honor que ésa es toda la verdad en lo que personalmente me concierne.
         —Estoy segura, señor —respondí.
         —Acaba usted de decir que la defunción del señor Forley ha sido inesperada. ¿Me permite preguntarle si estuvo usted presente y si dejó algunas últimas instrucciones?
         —Tres horas antes de fallecer —dijo el señor Dalcott—, el médico que lo atendía se marchó dejándolo en vías de recuperación, o eso parecía. La recaída fue tan súbita y vino acompañada de tales dolores que no pudo comunicar sus últimos deseos a nadie. Cuando llegué a su casa lo encontré inconsciente. He repasado sus documentos. No hay ninguno que se refiera al presente ni al grave asunto que nos ocupa ahora. A falta de instrucciones, debo proceder con cautela en lo que usted me ha contado, pero seré rigurosamente justo y ecuánime al mismo tiempo. Lo primero que se debe hacer —prosiguió, dirigiéndose a Trottle —es oír lo que tengan que decir el hombre y la mujer. Si puede usted proporcionarme material para escribir, les tomaré declaración por separado aquí mismo, en su presencia y en la del policía que está vigilando la casa. Mañana mandaré copia de dichas declaraciones y una exposición completa del caso a Canadá, a la señora y el señor Bayne (ambos saben perfectamente que soy el consejero legal del difunto señor Forley); por mi parte, suspenderé todos los trámites hasta que tenga noticia de ellos o de su abogado en Londres. Tal como están las cosas en este momento, es lo mejor que puedo hacer.
         No podíamos estar más de acuerdo con él; le agradecimos que nos hablara de una manera tan franca y directa. Decidimos traer la escribanía de mis habitaciones y, para mi inmensa dicha y alivio, también acordamos que el pobre huerfanito no encontraría mejor refugio que el que deseaban ofrecerle mis viejos brazos, ni refugio más protegido y seguro para pasar la noche que el de mi techo. Sin pérdida de tiempo, Trottle subió a las buhardillas con la energía de un joven, a buscar al niño.
         Y me lo trajo sin más demora; yo caí de rodillas delante del infeliz chiquillo y lo abracé y le pregunté si quería venir conmigo a mi casa. Él guardo las distancias al momento y me miró inquisitivamente con sus lánguidos y perspicaces ojillos. Entonces, se pegó a mí y dijo: —¡Voy contigo, sí....! ¡Como lo oyes!
         En ese momento di gracias al Cielo con toda mi alma y corazón por inspirar confianza en mi vieja persona al pobrecito niño abandonado... ¡y todavía se las doy ahora!
         Envolví al infeliz chiquitín en mi abrigo y me lo llevé en brazos al otro lado de la calle. Peggy se quedó muda de asombro, cuando me vio subir las escaleras sin resuello, con un raro par de piernecillas bajo el brazo, pero rompió a llorar por el niño nada más verlo, como la persona sensible que siempre ha sido, y siguió deshaciéndose en llanto más a sus anchas cuando, por fin, la criatura se durmió profundamente en la cama de Trottle, arropado por mí.
         —¡Ah, Trottle, que Dios lo bendiga, mi querido amigo! —dije; le besé la mano y él no dejaba de mirar—. El niño abandonado ha llegado a este refugio gracias a usted, y él le ayudará en su camino hacia el Cielo.
         Trottle respondió que yo era su querida señora y, sin más, se fue a mirar por la ventana abierta del rellano; estuvo un cuarto de hora mirando la calle de atrás.
         Esa misma noche, pensando en el pobre niño y en otro igual de pobre en el que jamás se pensará lo suficiente en Navidad, se me ocurrió una idea que he podido vivir para hacer realidad y que en el día de hoy me convierte en la más feliz de las mujeres.
         —¿El albacea va a vender esa casa, Trottle? —le pregunté.
         —Sin duda, señora, si encuentra quien quiera comprarla.
         —La compraré yo.
         He visto a Trottle satisfecho muchas veces, pero jamás lo vi tan encantado como cuando le confié, en ese mismo momento y lugar, el propósito que tenía en perspectiva.
         Por abreviar una historia larga —¿qué historia no es larga, en boca de una vieja como yo, a menos que se abrevie a la fuerza?—, la compré. La señora Bayne llevaba en las venas la sangre de su padre; soslayó la oportunidad que le ofrecí de perdonar y procurar reparación con generosidad y repudió al niño, pero yo estaba preparada para esa eventualidad y creció mi amor por él, pues no tenía en el mundo a nadie a quien recurrir, sino a mí.
         Me estoy poniendo frenética de alegría e incluso diría que incoherente, si hace falta. Compré la casa, la reconstruí, desde el sótano hasta el tejado, y la convertí en un hospital para niños.
         Es lo de menos hasta qué punto aprendió a conocer mi niño adoptivo todas las visitas y sonidos de las calles, tan conocidos para otros niños y tan extraños para él; es lo de menos hasta qué punto llegó a ser guapo, infantil, encantador y sociable, y a tener cuadros y juguetes a su alrededor, y compañeros de juego apropiados. Escribo y miro al otro lado de la calle, a mi hospital, y lo veo (ha ido allí a jugar) saludándome por una de las ventanas, antaño solitarias, con su encantadora y gordezuela carita enmarcada en el chaleco de Trottle, que aúpa al cachorrito para que “abuelita” lo vea.
         Ahora veo muchos ojos en esa casa, pero nunca solos ni olvidados. Ahora veo muchos ojos en esa casa, que cada día está más radiante por la luz de la salud recobrada. Igual que mi precioso niño ha mejorado de manera indescriptible, también mejoran en esa casa todos los días del año los otros pequeños no menos preciosos, los de las mujeres pobres. Por todo ello doy gracias humildemente al Ser Bondadoso al que la humanidad llama Padre, según nos enseñó aquel que resucitó al hijo de la viuda y a la hija del Magistrado12.